Escritor de estirpe modernista, Pedro Abraham Valdelomar Pinto nace en Ica el 27 de abril de 1888. Su niñez se desarrolla en el puerto de Pisco, lugar que estará presente en sus cuentos y poesías. “El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar…En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste…”, narra Valdelomar en el cuento “Los ojos de Judas”.
Posteriormente se traslada a Lima y estudia su secundaria en el colegio Guadalupe. En éste dirige y publica la revista Idea Guadalupana.
En 1905 ingresa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero al poco tiempo abandona sus estudios. Ese mismo año comienza a trabajar como dibujante en las revistas Aplausos y Silbidos y Siluetas y entrega sus primeros poemas. También colabora en las revistas Monos y Monadas, Fray Kbezón, Actualidades, Cinema y Gil Blas.
A los 22 años Valdelomar publica “El beso de Evans”, cuento por el cual la crítica lo considera el fundador del cuento moderno en el Perú. “Lo modernista es en él, el espíritu intuitivo, antirretórico, estéticamente renovador, la fe indesmayable en la belleza…”, dice Washington Delgado.
Guillermo Billinghurst asume el poder en 1912 y nombra a Valdelomar director del diario oficial “El Peruano”. Al año siguiente, lo designa secretario de la delegación peruana en Roma, razón por la cual viaja a Italia con cargo diplomático. En Italia escribe su cuento más logrado y famoso: “El Caballero Carmelo”. “Valdelomar fue el iniciador del cuento peruano con El Caballero Carmelo: hasta entonces, el género narrativo no había llegado a ser en el Perú estéticamente autónomo. La estampa costumbrista, la tradición al estilo de palma y la novela realista fueron únicamente antecedentes de su verdadera aparición y desarrollo en la literatura peruana que solo realizan, de una manera efectiva y elevada a partir de los relatos depurados y hondos de Abraham Valdelomar”, anota Washington Delgado.
Óscar Benavides derroca a Billinghurst en 1914 y Valdelomar renuncia a su cargo diplomático y retorna al Perú. Se aboca plenamente al periodismo colaborando en el diario “La Prensa”, y a la gestación de sus obras literarias, sirviéndose del seudónimo de “El Conde de Lemos”. En 1916 funda y dirige la revista “Colónida”, que dará origen al movimiento al grupo o movimiento Colónida.”…(la revista) sólo alcanzó a tener cuatro números, pero que conmovió el ambiente literario nacional por su pugnacidad, por su voluntad antirretórica, por su ardiente defensa de la libertad estética. Su primer número llevaba en la portada un retrato al carbón hecho por Valdelomar de un poeta entonces marginal: José maría Eguren; el último empezaba con una editorial escandaloso que defendía y loaba el uso de drogas. La revista Colónida era obra de un pequeño grupo de intelectuales finos y rebeldes, depurados e iconoclastas: Federico More, Alfredo González Prada, Augusto Aguirre Morales…, pero sobre todo se debía al impulso de Abraham Valdelomar, su director e inspirador”, refiere Washington Delgado. Con José carlos Mariátegui escribe, ese mismo año, el drama “La Verdolaga”, obra que quedó inédita.
En 1918 publica el volumen de cuentos “El Caballero Carmelo” y el ensayo “Belmonte el trágico”. Ante los elogios que un lector hace del cuento El Caballero Carmelo, Valdelomar le escribe una carta diciendo lo siguiente: “Antes de mí jamás se ocupó el público con mayor vehemencia, ni se discutió ni se atacó y defendió tanto a escritor alguno. Así, los escritores carecían del estímulo que procura la popularidad y cuando editaban un libro – rara avis- nadie se tomaba la molestia de comprarlo, de donde el mejor libro resultaba ineficaz y estéril. Yo comprendí a tiempo que un escritor necesita, ante todo, una gran popularidad, un público que se interese por él, un mercado para sus obras…¡ Y cuántos recursos he tenido que echar mano para despertar la dormida conciencia de mi pueblo! ¡Cuántos enemigos gratuitos, cuántos maldicientes envidiosos! ¡Cuántos infelices despechados! ¡Qué culpa tengo yo de ser yo”. Al año siguiente fue elegido diputado regional por Ica y se dedica a realizar giras por provincias y dar conferencias.
Abraham Valdelomar muere el 2 de noviembre de 1919, a la edad de 31 años, en la ciudad de Ayacucho, cuando formaba parte del Congreso Regional del Centro. Su producción escrita es abundante, a pesar de haber muerto a temprana edad. En una carta dirigida a un amigo hace una suerte de balance de la misma: “Treinta cuentos maravillosos, doscientas crónicas perfectas, quince o veinte pequeños poemas, cuatro o seis conferencias, un drama muy malo, un libro de historia, una tragedia estupenda (Verdolaga), ocho o diez artículos de crítica…dos, tres, cuatro artículos diarios en un periódico”.
POEMAS ESCOGIDOS
TRISTITIA
Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañar doloroso de una vieja campana.
Háblame el mar la nota de su melancolía;
el cielo, la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.
En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar.
Lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar…
EL HERMANO AUSENTE EN LA CENA DE PASCUAL
La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
Y sobre ella la misma blancura del mantel
Y los cuadros de caza de anónimo pincel
Y la oscura alacena, todo, todo está igual…
Hay un sitio vacío en la mesa hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente; pero él
hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.
La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reir
que animaran antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso algo quiere decir,
ve el lugar del ausente y se pone a llorar…
(De Las voces múltiples)
CUENTO ESCOGIDO
EL CABALLERO CARMELO
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete, en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello, que agitaba al viento; sampedrano pellón de sedosa cabellera negra y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el mayor que años corridos volvía. Salimos atropelladamente, gritando:
-¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorvo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
-¿Y la higuerilla? -dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
-¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía, armoniosamente, con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente, las hojas que le rebozaban la caray luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante, sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. Qué cosas tan ricas!. Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada en la quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados en sus hermosas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha baja; bizcochuelos de yema de huevo y harina de papa, leves, esponjosos, amarillos y dulces, en sus cajas de papel, santitos de “piedra de Guamaya”, tallados en feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárselo:
-Para mamá…, para Rosa…, para Jesús…, para Héctor…
-¿Y para papá? -le interrogamos cuando terminó.
-Nada…
-Cómo ¿nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
-¡Cocorocoooooooooo!…
– Para papá, – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar, como una sombra alada y triste: El Caballero Carmelo.
II
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto de gallo, que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; nos vestíamos y luego al concluir nuestro tocado se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos “capachos” de acero repleto de toda clase de pan: hogazas, pan fresco, pan de mantecado, rosquillas.
Mi madre recibía el que habíamos de tomar y mi hermano Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros dejando la provisión sobre la mesa del comedor cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a loa animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral, donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano y entre ellas escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; timidamente ese acercaban los conejos blancos con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón entrabado el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían por lo bajo comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral el “Pelado” , un pollo sin plumas que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero el “Pelado” , a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
-Nos lo comeremos el domingo.
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría espléndidas crías. Averiguo que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al pelado; que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo no matan – decía en defensa del gallo – a los patos, que no hacen mas que ensuciar el agua, ni al cabrito, que el otro día aplasto a un pollo; al puerco que todo lo enloda y solo sabe comer y gritar; ni a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático e inquieto, cuyos cuerno apenas apuntaban; además estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja; hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a los polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se les perdonase ; pero las roturas eran valiosa y el infeliz solo tenía un abogado: mi hermano, y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando su audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:
– No llores; no nos lo comeremos.
III
Esbelto, magro, musculosos y austero, su afilada cabeza roja era la de un hígado altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacia un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanes defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Junio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del Alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes tocaría al “Carmelo” con el “Ajiseco”, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate, y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?…
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de algodones sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas; era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
-¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús me dijo un secreto antes de salir:
– Oye, anda junto con él…..cuídalo…..¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos a San Andrés. El pueblo está de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos, a la que solían ir los hacendados y ricos hombres del valle. En Bentorillos, a cuya entrada había arcos de sauces, envueltos en colgaduras, y en las cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombre de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello.
Nos encaminamos a la cancha. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín “Ajiseco”. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevaban cada uno un gallo. Lanzaron al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas mirándose los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose en medio del circo; mirándose fijamente, alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
– Ha enterrado el pico, señores.
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: “El caballero Carmelo”. Un rumor de espectación vibró en el circo.
– El “Ajiseco” y el “Carmelo”.
-¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro “Carmelo”, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del “Carmelo”; pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el “Carmelo” empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Endureciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El “Ajiseco” dio la primera embestida; entablose la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla, y yo rogaba a la virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo sus aire de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario – que tal cosa es cobardía -, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza, Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del “Carmelo”. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del “Ajiseco”, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el “Carmelo” cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e intensa. Por fin, una herida grave hizo caer al “Carmelo”, jadeante…
-¡Bravo!, ¡bravo el “Ajiseco”! – gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
-¡ Todavía no ha enterrado el pico, señores!.
En efecto, incorporóse el “Carmelo”. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de “Cauto”. Incorporado el “Carmelo”, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el “Carmelo”, que se desangraba, se dejó caer después que el “Ajiseco” había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
-¡Viva el “Carmelo”!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.
IV
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermano Jesús y yo le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico: pero el pobrecito no podía comer ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó súbitamente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos a buscar a mi madre, y ya no lo vimos más. Sobria fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de la sombra nocturna, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquél héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el “Caballero Carmelo”, flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.