Conocido como «El Cantor de América» y nombrado por Manuel González Prada como el «Poeta Nacional del Perú», José Santos Chocano nació el 14 de mayo de 1883 en Lima, Perú.
Sus estudios secundarios los realizó en el Instituto de Lima, dirigido por profesores alemanes, pero al poco tiempo se trasladó al Colegio de Lima, que dirigía Pedro A. Labarthe, donde fue condiscípulo de Clemente Palma. En 1891, a la edad de 16 años, ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, para seguir la carrera de derecho, pero no concluyó.
En 1894 se inició en el periodismo, colaborando en el diario La Tunda con creaciones líricas destinadas a criticar al segundo gobierno de Andrés A. Cáceres, en el marco de la revolución de 1894-1895. Acusado de conspiración, fue apresado y encerrado en uno de los aljibes (celdas submarinas) de la Fortaleza del Real Felipe. Estuvo encerrado durante seis meses en medio de penosas condiciones, hasta que fue puesto en libertad, poco antes del triunfo de la revolución.
Pasó a ser secretario de Manuel Candamo, presidente de la flamante Junta de Gobierno, y de Elías Malpartida, ministro de Hacienda, en 1895. Ese mismo año obtuvo la concesión de la imprenta del Estado, donde editó simultáneamente sus dos primeros libros de versos: Iras santas y En la aldea. Al año siguiente publicó Azahares, colección de poemas amatorios. Estas primeras creaciones denotan la influencia del romanticismo tardío americano y europeo. De otro lado, dirigió provisoriamente El Perú Ilustrado y editó La Neblina, La Gran Revista y El Siglo XX.
En 1899 su poema épico La epopeya del morro ganó un concurso promovido por el Ateneo de Lima. Ese mismo año publicó otro poema largo, El derrumbe (llamado después El derrumbamiento). En 1901 publicó El canto del siglo.
En 1901 el presidente López de Romaña lo nombró cónsul general de Centroamérica con sede en Guatemala. Allí gozó de la amistad del dictador Manuel Estrada Cabrera y ofició con éxito como mediador de un conflicto de límites entre Guatemala y El Salvador. En 1904, el gobierno de Manuel Candamo nombró a Chocano como Encargado de Negocios en Bogotá. De vuelta en Lima, el gobierno de José Pardo lo nombró Secretario de la misión especial que encabezaba Mariano H. Cornejo para discutir los límites peruano-ecuatorianos ante el rey de España (1905). En su viaje a España hizo amistad con los más importantes escritores españoles del momento: Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Manuel Machado, entre otros. También entabló una cordial amistad con Rubén Darío, el máximo poeta latinoamericano de entonces e iniciador del modernismo literario.
Por entonces, el mismo Chocano ya era un poeta reconocido a nivel del mundo hispanohablante. Su prestigio se acrecentó con Alma América (1906), libro prologado por Rubén Darío, donde condensó algunas de sus composiciones más conocidas y aludió a la vocación mestiza del continente. Ese mismo año publicó un drama en tres actos y en verso, titulado Los Conquistadores. En 1908 publicó otro poemario: Fiat Lux.
En 1912 pasó a México, donde hizo público su apoyo a la revolución mexicana y sirvió al presidente Francisco I. Madero, hasta que este fue depuesto y asesinado. El nuevo gobierno mexicano encabezado por Victoriano Huerta expulsó a Chocano, quien viajó entonces a Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos. En Nueva York desempeñó misiones confidenciales al servicio del gobierno revolucionario de Venustiano Carranza.
Nuevamente en México, actuó también como secretario de Pancho Villa, a quien dio consejos acerca de la reivindicación agraria. Incluso llegó a participar en la toma de Chihuahua. Su entusiasmo por la causa revolucionaria mexicana fue innegablemente sincero.
Enemistado con los bandos mexicanos en disputa, en 1915 pasó a Guatemala, donde se convirtió en secretario y consejero del dictador Manuel Estrada Cabrera, en el poder desde fines del siglo anterior. Desde Guatemala, especialmente en 1918, envió poemas que fueron publicados con frecuencia en Lima, por el semanario de alcance nacional Sudámerica, de propiedad y bajo la dirección de su amigo el antiguo Cónsul General del Perú en Cádiz y en Ciudad Guatemala, el periodista Carlos Pérez Cánepa. Luego que Cabrera fuese depuesto en 1920, Chocano fue apresado y condenado a muerte, pero se salvó por intercesión del Papa, el rey Alfonso XIII de España, los presidentes de Argentina y Perú, así como varios escritores de América y Europa.
Envejecido y enfermo, Chocano convaleció en Costa Rica, donde conoció a Margarita Aguilar Machado, joven de 19 años, prima de su esposa guatemalteca. Surgió un apasionado romance entre ambos. Margarita sería la última pareja de Chocano, unión de la que nació el último hijo del poeta, Jorge Santos.
Retornó al Perú en 1921; fue declarado “hijo predilecto de la ciudad de Lima” y coronado en noviembre de 1922 como el “Poeta de América”.
En 1925 sostuvo una trágica polémica con el escritor Edwin Elmore, a quién dio muerte en el hall del edificio del diario El Comercio. Apoyado por el gobierno de Augusto B. Leguía, pudo salir del país con rumbo a Chile.
En la tarde del 13 de diciembre de 1934, viajando en un tranvía de Santiago, fue apuñalado por la espalda por Martín Bruce Padilla. Herido de dos puñaladas en el corazón y dos en la espalda, Chocano falleció casi en el acto.
Su sepelio en Chile fue casi apoteósico.9 Sus restos fueron trasladados a Lima el 15 de mayo de 1965, siendo enterrado de pie y en un metro cuadrado de superficie (tal como lo había pedido en un poema) en el Cementerio Presbítero Maestro, en medio de homenajes oficiales y la indiferencia literaria.
Obras
La obra de Santos Chocano es muy amplia y su fijación definitiva es todavía una tarea pendiente; sin embargo, no pueden dejar de mencionarse:
Iras santas (1895)
En la aldea (1895)
El derrumbe (1899)
La epopeya del morro (1899)
El canto del siglo (1901)
Los cantos del Pacífico (1904)
Alma América (1906)
Fiat Lux! (1908)
Selva virgen (1909)
Poemas del amor doliente (1937)
Oro de Indias (1939)
POEMAS
Blasón
Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con vaivén pausado de hamaca tropical…
Cuando me siento inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.
Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.
La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador.
Los caballos de los conquistadores
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable…
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires
Y es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diestramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroísmos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.
En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de “¡Santiago!”,
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desolados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.
Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!