Cuando el presidente de Irak, Barham Salih, designó a Mustafa al Kadhimi para que formara Gobierno la semana pasada, ambos llevaban guantes de látex y mantenían las distancias, acorde con las nuevas normas a que obliga la pandemia. El gesto apenas reflejaba, sin embargo, la gravedad de la situación que atraviesa el país. La covid-19 ha llegado a Irak en medio de una crisis política sin precedentes. El Gobierno está en funciones desde diciembre pasado, cuando las protestas populares obligaron a dimitir al primer ministro, y el Parlamento ha sido incapaz de consensuar un relevo. El parón económico que resulta de la emergencia sanitaria se ve agravado por la caída del precio del petróleo, única fuente de ingresos del país. Y por si eso fuera poco, Irán y Estados Unidos lo están convirtiendo en su campo de batalla.
“Irak tiene una catástrofe a las puertas: Las crisis de la covid-19, la fuerte caída del precio del petróleo, la inestabilidad política, el conflicto entre Estados Unidos e Irán y, lo que es más importante, el desempleo masivo de personas que de repente carecen de ingresos debido al cierre de la economía. En otras palabras, hay una bomba de relojería que va a estallarles a todos los partidos y al sistema político”, advierte Farhad Alaaldin, presidente del Consejo Consultivo de Irak, una organización sin ánimo de lucro que asesora a los gobernantes iraquíes.
Al Kadhimi, hasta ahora jefe de los servicios secretos, es el tercer candidato que intenta formar Gobierno desde el 1 de febrero, cuando ante la falta de acuerdo en el Parlamento, el presidente Salih tomó la iniciativa constitucional de designar un primer ministro. Si logra vencer los intereses partidistas y consigue el respaldo de los diputados a su Gabinete, se enfrentará a una tarea titánica, algunos analistas consideran que imposible. Aunque el nuevo coronavirus ha acallado por ahora las protestas que desde octubre pedían la renovación del sistema, los problemas que las motivaron se han agravado.
Bagdad ha informado de 1.434 casos diagnosticados y 80 muertes. Pero la escasa disponibilidad de pruebas hace temer que los contagiados sean muchos más y el consiguiente colapso de sus deficientes infraestructuras sanitarias. De momento, el daño está siendo sobre todo social. La combinación de crisis ha paralizado la economía.
El confinamiento impuesto para ralentizar la expansión del virus ha dejado sin ganancias a la mayoría del sector privado debido al cierre de la actividad comercial y, sobre todo, al muy extendido “sector informal”. Al mismo tiempo, los ingresos del petróleo, que constituyen el 90% del total que recibe el Estado, se han reducido casi a la mitad. De los 5.500 millones de dólares (unos 5.054 millones de euros) obtenidos en febrero se ha pasado a 2.990 millones en marzo, debido a la fuerte caída de los precios motivada tanto por el efecto global de la pandemia como la guerra de precios entre Arabia Saudí y Rusia.
Dado que el país necesita 5.000 millones mensuales para cubrir los gastos corrientes, las cuentas no salen. Poco antes de renunciar como primer ministro designado, Adnan al Zarfi advirtió de que a partir del mes próximo habrá dificultades para pagar los salarios de los funcionarios. Eso afecta a tres millones de personas, un tercio de la población activa. Además, frustra la promesa de más empleos públicos que el Gobierno hizo a finales del año pasado para aplacar las protestas.
Los 39 millones de habitantes del tercer exportador de crudo, y uno de los cinco países con mayores reservas, están muy lejos de disfrutar de los niveles de vida no ya de Noruega o Canadá, sino incluso de sus vecinos Kuwait, Emiratos Árabes o Arabia Saudí. Décadas de guerra, antes y después del derribo de Sadam Husein por la intervención estadounidense de 2003, han dejado a la población en la pobreza, sin un sistema sanitario digno de ese nombre y sin servicios básicos como la electricidad o el agua potable.
Del hartazgo con esa situación surgieron el pasado octubre las protestas populares que llevaron a la dimisión del primer ministro Adel Abdelmahdi, en funciones desde el pasado diciembre. Los manifestantes también pedían el fin del sectarismo que corroe el sistema político. Una de sus bestias negras son las milicias proiraníes que no solo controlan la calle (y a las que responsabilizan de la mayoría del medio millar de muertos en las protestas), sino que usan el Estado para avanzar sus intereses (y financiarse).
La situación se ha agravado con la espiral de violencia en la que se han embarcado Irán y EE UU en territorio iraquí. Las milicias atacan a las tropas estadounidenses y la respuesta de estas causa víctimas iraquíes. Al mismo tiempo, Washington presiona con medidas económicas al Gobierno de Bagdad para que reduzca sus relaciones con Teherán. Aunque a finales de marzo le renovó la exención (a sus sanciones) para que pueda comprar gas y electricidad iraníes, solo lo hizo por 30 días (en lugar de los 180 habituales) y con la advertencia de que no se repetirá a menos que Irak ponga fin al contrabando de petróleo iraní a través del puerto de Umm al Qasr.
Ese enfrentamiento complica el ya enrevesado panorama político iraquí. Aunque no está escrito en ningún sitio, desde 2003 los primeros ministros han necesitado el visto bueno tanto de Irán como de Estados Unidos. Parece difícil conseguirlo en un momento en que el objetivo de ambos es negar la influencia del otro. Sin embargo, Al Kadhimi da la impresión de tenerlo. Al menos las primeras declaraciones de los dos lados tras su designación han sido positivas. Ahora solo le queda lograr el apoyo de los parlamentarios para, según el mandato de la calle, emprender reformas que acaben con sus privilegios. Si sus dotes negociadoras le permiten sortear esa contradicción, será primer ministro y, antes de que se venza a la covid-19, las protestas volverán a la calle.
FUENTE: EL TIEMPO