Boris Johnson ha esperado tres días a que se asentara la idea de que el Brexit ya es una realidad, y se rebajaran celebraciones y lamentos, para explicar con claridad su estrategia para las duras negociaciones que se pondrán en marcha entre Londres y Bruselas durante los próximos 11 meses. Y no ha dejado margen para la duda. El primer ministro británico ha tomado partido por los defensores del libre comercio frente a los proteccionistas. No aceptará ningún tratado que obligue al Reino Unido a un alineamiento estricto con las normas comunitarias –en estándares de calidad, materia laboral o medioambiental– o a un sometimiento a los tribunales de la UE.
“Se nos ha dicho durante mucho tiempo que debemos escoger entre un acceso completo al mercado interior de la Unión Europea a cambio de aceptar sus normas o sus tribunales –lo que se ha llamado el modelo noruego– o un acuerdo comercial que abra mercados y evite toda la panoplia reglamentaria de la UE como el acuerdo existente con Canadá [CETA, en sus siglas en inglés]. Ya hemos tomado la decisión. Queremos un acuerdo global como el de Canadá. Y en el improbable caso de que no lo logremos, el acuerdo se basará en el Acuerdo de Retirada que ya hemos firmado con Bruselas”, ha dicho Johnson. La elección final, ha insistido, será entre una relación similar a la que disfruta Canadá con la UE o la que tiene Australia. El continente austral negocia en estos momentos un nuevo tratado comercial con los 27, pero su ambición y alcance es inferior al canadiense, y en la práctica ambos bloques siguen comerciando entre ellos bajo las reglas generales de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Johnson ha querido imbuir su anuncio de la grandilocuencia con la que viste todos sus actos políticos. Ha convocado a empresarios y representantes diplomáticos de todo el mundo bajo las pinturas de James Thornhill en el Hall del Hospital del Antigo Colegio Real Naval de Greenwich, al sur de Londres. Ante la que se conoce como la Capilla Sixtina británica, una alegoría del poderío naval, comercial y político del Reino Unido completada en 1726, el primer ministro se ha presentado como el defensor de la globalización frente a los retrocesos de la causa en el resto del mundo. “La humanidad necesita que algún Gobierno, en alguna parte del mundo, esté dispuesto a defender la libertad del comercio internacional. Algún país que, como Clark Kent [el periodista que se transformaba en Superman], esté dispuesto a quitarse las gafas, meterse en la cabina de teléfonos y salir volando con su capa, como el supercampeón del derecho de los pueblos del mundo a poder vender y comprar entre ellos de un modo libre”, ha proclamado el mandatario.
Ha asegurado Johnson que no se necesita ningún tipo de tratado para que Bruselas pueda estar segura de que el Reino Unido no será un competidor desleal. “No nos vamos de la Unión Europea para destruir sus estándares regulatorios”, ha dicho. “No pretendemos llevar a cabo ningún tipo de dumping comercial, social o en materia medioambiental. No es siquiera necesario que escuchen lo que yo digo. Simplemente, deben mirar lo que hace el Reino Unido”. Pretende así el dirigente británico convertir las negociaciones futuras en una cuestión de buena fe, y dar la vuelta a la carga de la prueba para que recaiga sobre Bruselas. “Como si tuviéramos que agradecer a la UE que nos hubiera sacado de nuestra miseria dickensiana y que gracias a ellos ya no metiéramos a nuestros niños en las chimeneas para que las deshollinen”, ha pretendido ironizar.
Son muchos los críticos del primer ministro que deducen de sus palabras el desenlace del que advirtieron a finales del año pasado, cuando Johnson se esforzaba por sacar adelante en el Parlamento británico el acuerdo de retirada alcanzado con la UE y prometía a unos y otros que evitaría una salida desordenada de las instituciones comunitarias. Finalizado el periodo de transición, el próximo 31 de diciembre, si Londres y Bruselas no son capaces de cerrar un nuevo acuerdo comercial, el Brexit será, a todos los efectos, el Brexit duro que los euroescépticos quisieron desde un principio. Las palabras del primer ministro, en su discurso de Greenwich, parecen confirmar los peores presagios.
FUENTE: EL PAÍS