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Muere el cardenal Jaime Ortega, pieza clave en el deshielo entre EE UU y Cuba
26/07/2019 Internacional

El cardenal Jaime Ortega, actor clave en el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos hace cuatro años, falleció este viernes en La Habana víctima de un cáncer. Tenía 82 años. Ortega solía lucir una sonrisa japonesa en la cara cuando contaba la historia del día en que el papa Francisco le llamó, en mayo de 2014, para propiciar un acercamiento entre Raúl Castro y Barack Obama que contribuyera a poner fin a medio siglo de diferendo entre La Habana y Washington. “A Raúl puedes llegar rápido. Búscate la manera de llegar a Obama, yo pago los viajes”, le dijo el Pontífice.

Comenzaba de este modo singular una secreta y efectiva labor mediadora del Vaticano que conduciría, solo seis meses más tarde, a un canje de espías prisioneros en ambos países y posteriormente al restablecimiento de relaciones entre Cuba y EE UU, rotas en 1961. La buena nueva fue anunciada por Castro y Obama el 17 de diciembre de 2014, día del cumpleaños del Papa, pero también onomástica de San Lázaro, el santo milagrero más popular en la isla, a quien los cubanos se encomiendan y piden todos los favores imaginables.

Ortega había sido nombrado cardenal por Juan Pablo II en 1994, cuando la isla atravesaba la pesadilla del Periodo Especial y en momentos en que las relaciones entre la jerarquía de la iglesia católica y el Gobierno de Fidel Castro no podían ser peores. Desde su despacho en el Arzobispado de La Habana pilotó las dificilísimas negociaciones para que Karol Wojtyla pudiera realizar su histórico viaje a Cuba en 1998, y también fue firme aliado de España como facilitador de la operación que permitió la salida de la cárcel en 2010 de cerca de un centenar de disidentes y opositores cubanos, la mayoría de los cuales viajaron a España por acuerdo de los Gobiernos de Raúl Castro y José Luis Rodríguez Zapatero.

Sin duda, Ortega estaba bien curtido en andar por el filo de la navaja y en participar en negociaciones complejas, pero ninguna de tanto calado como la que le encomendó Francisco en Roma aquel día. Un mes después, el cardenal recibió en La Habana sendas cartas del Pontífice dirigidas a Castro y Obama, que debía ocuparse de entregar él en persona. “El Papa no quería que aquello acabara como una simple intervención humanitaria que permitiera la salida de unos presos, pretendía que la gestión sirviera para abrir las puertas a la normalización entre ambos países después de tantos años de desencuentros”, contaría después el cardenal a este periodista.

Ortega sabía por diversos congresistas y senadores norteamericanos que lo visitaban que desde 2013 existían negociaciones secretas entre Cuba y Washington para lograr la liberación de tres espías cubanos, integrantes de la llamada red Avispa, condenados a largas penas de prisión en 1998 por un tribunal de Florida, mientras Washington pedía la excarcelación de Alan Gross, un contratista norteamericano condenado en la isla a 15 años de cárcel por espionaje. También sabía que las conversaciones estaban estancadas —“los duros en Washington decían que ‘tres por uno, no”—, por eso no le sorprendió cuando el Papa le contó que La Habana había solicitado la mediación del Vaticano, en la que Ortega se convertiría en pieza clave.

El cardenal hizo las conexiones necesarias para contactar con el entorno de Obama, y el 13 de agosto de 2014 entregó la carta a Raúl Castro en La Habana. Durante el encuentro, el entonces presidente cubano le pidió que pasara un mensaje a Obama, básicamente que lo consideraba un hombre honesto, que sabía que la política hostil hacia Cuba le había llegado heredada y que era consciente de que no dependía solo de él cambiarla. Cuatro días más tarde, el prelado entraba a la Casa Blanca en el automóvil del cardenal de Washington, Theodore McCarrick, y entregaba a Obama la carta del Papa y el mensaje de Raúl. Durante 40 minutos hablaron en un tono distendido —la entrevista se mantuvo en secreto, nunca se filtró nada la prensa—, y Obama pidió al cardenal que agradeciera a Castro sus palabras y le expresara su esperanza de que antes del final de su mandato las relaciones entre Cuba y EE UU pudieran mejorar.

Comenzaron luego en Canadá, rodeadas del máximo secreto, negociaciones entre delegaciones de ambos países. La parte cubana la encabezó el coronel de la inteligencia Alejandro Castro Espín, hijo del mandatario cubano, y por la estadounidense estaba Ricardo Zúñiga, asesor principal de Obama para América Latina. Cuatro meses después, ambos países firmaban en Roma el acuerdo de liberación de los presos con la Secretaría de Estado del Vaticano como garante. Sellado el pacto, Castro y Obama hablaron por teléfono durante una hora y eligieron la fecha del 17 de diciembre para hacer el sorpresivo anuncio del canje de prisioneros y del inicio del proceso de normalización de las relaciones diplomáticas, que culminaría en julio de 2015 con la reapertura de las embajadas cerradas 54 años antes. Fue un regalo conjunto al Papa Francisco en su 78 cumpleaños.

Justo dos años antes de su fallecimiento, Ortega presentó en Madrid el libro Encuentro diálogo y acuerdo, en el que reveló detalles de esta inédita mediación que permitió el acercamiento entre ambos países, que ahora la Administración Trump ha desarticulado. “Es una gran irresponsabilidad y una gran lástima”, lamentó el cardenal la última vez que nos encontramos antes de que su enfermedad se agravase. Ortega se retiró en mayo de 2016, dos meses después de recibir en la catedral de La Habana a Barack Obama durante su histórico viaje a la isla, pero hasta el último momento fue anfitrión de congresistas y políticos norteamericanos a su paso por La Habana y realizó gestiones para favorecer el intercambio entre ambos países.

DE MATANZAS AL VATICANO, PASANDO POR LA UMAP

Nacido en Jagüey Grande (Matanzas), Jaime Ortega tenía 22 años cuando triunfó la revolución de Fidel Castro. Ordenado sacerdote en 1964, solo unos meses después fue internado en los campos de reeducación y trabajo de la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), donde tras al triunfo de la revolución fueron recluidos religiosos, homosexuales y, en general, aquellos que no “cuadraban” con los parámetros revolucionarios y el ideal del hombre nuevo. Pese a la traumática experiencia, Ortega no abandonó el país como hicieron otros de sus compañeros en la UMAP, se quedó en la isla y estudió teología en el seminario de san Alberto Magno, en Matanzas, y luego en el seminario de Sacerdotes de las Misiones Extranjeras de Quebec, en Canadá. En 1979 fue ordenado obispo y elevado a cardenal en 1994, el segundo de la historia de Cuba —el primero fue Manuel Arteaga, a quien el papa Pío XII entregó el capelo cardenalicio en 1946—.

En su trayectoria al frente de la iglesia cubana hubo momentos de gran tensión con el Estado, sobre todo a partir de la publicación en 1993 de la pastoral El amor todo lo espera, muy crítica con el Gobierno. Las negociaciones para logar que Juan Pablo II visitara Cuba fueron de gran complejidad, pero Ortega supo sortear las tensiones y con habilidad logró abrir ciertos espacios para la Iglesia a partir del viaje de Karol Wojtyla. Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba en tres periodos consecutivos (1988-1998) y nuevamente de 2001 a 2004, fue anfitrión en la isla de tres papas (Juan Pablo II, en 1998, Benedicto XVI, en 2012, y Francisco, en 2015 y 2016, durante una breve escala). En el Vaticano fue miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales. Su despacho en el arzobispado siempre estuvo abierto a los políticos estadounidenses y europeos de paso, que le pedían opinión, consejos o ayuda. Participó en diversias mediaciones y gestiones humanitarias ante el Gobierno cubano, siendo la mas famosa la que realizó con el exministro español de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, que permitió la salida de la cárcel de casi un centenar de disidentes y opositores cubanos en 2010. Criticado por el exilio y la disidencia por ser en exceso amable con el Gobierno, y a la vez visto con desconfianza por los más ortodoxos dentro de la isla, para los corresponsales extranjeros más veteranos una media sonrisa en la cara de Ortega, cuando los problemas parecían más enredados, era síntoma de que algo se estaba cocinando.

 

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