Viernes, 22 de Noviembre del 2024
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FERNANDO AMPUERO

Publicado el 12/07/19

El periodista y escritor Fernando Pedro Ampuero del Bosque nació en Lima el 13 de julio de 1949. Sus estudios primarios y secundarios los realizó en el colegio La Inmaculada, y sus estudios universitarios en la Universidad Católica de Lima.

En la década de los setenta incursionó en el campo literario con la publicación del libro de cuentos Paren el mundo que acá me bajo (1972). En 1975 obtuvo una beca de literatura en Budapest, donde escribió la novela Miraflores melody (1979). A su regreso al Perú, se dedicó al periodismo, tanto en prensa como en televisión. Una selección de sus crónicas y reportajes se encuentra en el libro Gato encerrado (1987). Malos modales (1994), Bicho raro (1996), Cuentos escogidos (1998) y El enano, historia de una enemistad (2001) son sus libros más destacables.

Asimismo, los poemarios Voces de luna llena (1998; reeditado en 2002 con ilustraciones de José Tola) y Muslo que subo (2004), y la pieza teatral Arresto domiciliario (estrenada en 2003). Además, dirigió al equipo que elaboró Base Tokio, el verano sangriento (1997). Figura también en diversas antologías nacionales e internacionales, y su obra ha sido traducida a varios idiomas.

Caramelo caliente (1992) es su novela más conocida. Dio comienzo  a la Trilogía callejera de Lima, compuesta además por Puta linda (2006) y Hasta que me orinen los perros (2008). Esta última está basada en uno de sus cuentos más celebrados: Taxi driver sin Robert de Niro, que según The Times Literaty Supplement es uno de los más impactantes cuentos latinoamericanos del siglo XX”. Sobre esta circunstancia, Ampuero ha explicado en una entrevista: “Soy esencialmente un cuentista. Mis novelas en realidad son cuentos largos”.

En el 2014 publicó la novela Loreto y el libro de crónicas y ensayos Tambores invisibles (ambos en 2014), y al año siguiente su novela más lírica y personal, Sucedió entre dos párpados. En 2017 publicó Lobos solitarios, narración celebrada por la crítica y que fue uno de los libros que figuró en la lista de más vendidos en la FIL Lima 2017. En el 2018 publica sus memorias La bruja de Lima.

Algunas de sus obras han sido traducidas a otros idiomas (Caramel vert, París, Taxi driver sans Robert de Niro, Lyon) e igualmente ha sido antologado (por ejemplo, The Picador Book of Latin American Stories, London; The Vintage Book of Latin American Stories, New York; Erzählungen aus Spanisch Amerika, München, Germany; o Beings: Contemporary Peruvian Short Stories, London, con su relato «Malos modales»,) etc.

Fernando Ampuero ha sido subdirector de la revista Caretas, director de jaque y de Somos, editor general de Canal N y director de los programas televisivos Documento y Uno más uno de ATV. Hasta fines del 2008, fue director de la unidad de investigación del diario El Comercio y de su suplemento cultural, El Dominical.

Obras:

  • Paren el mundo que acá me bajo, cuentos, Editorial Ari, 1972 (Estruendomudo, 2007)
  • Deliremos juntos, Kosmos, 1975 (Campodónico, 1994)
  • Miraflores Melody, novela, Serconsa Editores, 1979
  • Gato encerrado, crónicas, PEISA, 1987 (Punto de Lectura, 2009),(DEBOLSILLO,Penguin Random House,2015)
  • Caramelo verde, novela negra, Campodónico, 1992 (primer libro de la Trilogía callejera de Lima); Seix Barral, 2002; Alfaguara,2006, 2012; Planeta, 2015.
  • Malos modales, cuentos, Campodónico, 1994 (Booket Planeta, 2007)
  • Bicho raro, cuentos, Campodónico, 1996 (Planeta, 2009)
  • Voces de Luna llena, poemario, Campodónico, 1998 (Edición de lujo, M.Zegarra Editora, 2002, ilustrada por el artista José Tola)
  • Cuentos escogidos, Alfaguara, 1998
  • El enano, historia de una enemistad, novela, Mosca Azul, 2001
  • Arresto domiciliario, teatro, 2003
  • Muslo que subo, poemario, Alta Niebla Editores, 2004
  • Mujeres difíciles, hombres benditos, cuentos, Alfaguara, 2005
  • Puta linda, novela, Planeta, 2006 (segundo libro de la Trilogía callejera de Lima) / Salto de Página, 2006
  • Hasta que me orinen los perros, novela, Planeta, 2008 (tercer libro de la Trilogía callejera de Lima) / Salto de Página, 2008
  • Fantasmas del azar, cuentos completos, Norma, 2010
  • 40 poemas, Alegoría Editores, 2010; con fotografías de Sonia Cunliffe
  • Maida Sola y otros cuentos, QG Editores, 2011
  • Nuevos cuentos escogidos, Albatros, 2011
  • El peruano imperfecto, Alfaguara, novela, 2011, (DEBOLSILLO,Penguin Random House, 2015)
  • Los juegos del amor, Arsam, selección de cuentos, 2012
  • Trilogía callejera de Lima, Tajamar editores, Santiago de Chile, novelas, 2012
  • Antología personal, cuentos, poemas, prosas; Punto de lectura, 2012
  • Viaje de ida, ensayos, crónicas y prosas; Lápix editores, 2012
  • Cuentos, prácticamente todos los relatos escritos hasta la fecha; Planeta, Lima, 2013 (reediciones ampliadas: 2016, 2017)
  • Taxi driver sans Robert de Niro, cuento, Zinnia Éditions, 2013, Lyon, Francia.
  • Criaturas musicales y otros cuentos, selección de cuentos, Bizarro ediciones, 2014
  • Loreto, novela, Planeta, 2014
  • Tambores invisibles, crónicas y ensayos,PEISA, 2014
  • Sucedió entre dos párpados , novela, Planeta, 2015
  • Íntimos y salvajes, selección de cuentos, TusQuets, México, 2017
  • Lobos solitarios, cuento, PEISA, 2017
  • La bruja de Lima, memorias, TusQuets, Lima, 2018
  • Lobos solitarios y otros cuentos, PEISA, Lima, 2018.
  • Mientras arden los sueños, nueva selección de cuentos, TusQuets, Colombia, 2019.
  • Ampuero esencial Volumen I, cuentos selectos 1972-1996, Booket, Planeta, Lima, 2019.
  • Jamás en la vida, cuentos, Planeta AE&I, Lima, 2019.
  • Cuarteto de Lima, novelas, TusQuets, Lima, 2019.
  • Ampuero esencial Volumen II, cuentos selectos 2005-2019, Booket, Planeta, Lima, 2019.
  • Seis capítulos perdidos y otros extravíos”, miscelánea, TusQuets, Lima, 2021.
  • Run Run. La triste y desmesurada historia de un zorro cautivo, cuento infantil ilustrado por Camila Gómez. Lima, Planeta juvenil, 2022.
  • El primer cuentista”, relato y libro objeto, con ilustraciones de Casandra y Joshua Tola. Lima, Lunwerg editores, 2022.

 

DECÁLOGO DE CUENTISTA

 

1) Escribir exige asumir riesgos. Un buen escritor conoce sus límites e intenta desbordarlos. El peligro está en no correr riesgos.

2) No basta escribir correctamente. Se necesita añadir algo más. Todo escritor tiene que descubrir en qué consiste ese añadido.

3) No escribas a ciegas. Del escenario, procura saber cómo huele cada rincón; de la anécdota, considera tanto lo que cuentas como lo que no cuentas; y de cada personaje, antes de revelar el aspecto, la conducta y los pensamientos, métete debajo de su piel, observa el mundo con sus ojos.

4) Huye de los lugares comunes. (Aunque decir esto sea ya un lugar común).

5) Acata el precepto de Joseph Conrad: “El honor de un escritor estriba en cuidar las frases como la tripulación de un barco baldea y cuidar la cubierta, sin esperar mayor recompensa que el respeto silencioso de sus iguales”.

6) No olvides que el primer decálogo de la Historia lo escribió Moisés, cuyos Diez Mandamientos, útiles reglas morales para vivir en sociedad, tienen también un excelente uso literario. Al contar sus historias, el escritor debe hacer que sus personajes violen constantemente uno o varios de dichos mandamientos. Por el contrario, si tus personajes se comportan bien no sucederá nada: todo será aburridísimo.

7) El lector es tan estricto como un sultán despiadado. Recuerda la astucia de la princesa Sherezade en “Las mil y una noches”. Si mantienes el ritmo narrativo y lanzas bien tus anzuelos, evitarás que te corten la cabeza.

Recuerda siempre que tu deber es emocionar al lector con una mentira que él leerá a sabiendas. Debes dar respaldo a esa confianza.

9) Los decálogos literarios no son los rieles de un tren, sino a lo sumo las nerviosas agujas de una brújula. La buena literatura es un milagro.

10) Escribe a diario. Y corrige a diario. “Con resaca o sin resaca”, tal como aconsejaba Hemingway acerca de este oficio de hechiceros.

 

TAXI DRIVER SIN ROBERT DE NIRO

 

Aquella noche el motorcito que activa las plumillas del parabrisas estaba fallando y barría mal la llovizna. Pero yo alcanzaba a ver, o bien a imaginar. Se repetía más o menos la historia que ya conocía de cabo a rabo. Los dos borrachos se habían detenido en medio de la calle, indiferentes al tránsito vehicular. Efusivos abrazos, tambaleos y por momentos una firme juntada de cabezas que hacía pensar en dos toros que se alistan a trabar combate. Sin embargo, en vez de pelear, estos pobres tipos –facha atildada de oficinistas, quizá empleados bancarios– se limitaban solamente a reír y vociferar con gestos de cantantes de ópera.

Mientras tanto, con el auto estacionado a un lado de la calle, yo aguardaba en silencio. Los faros apagados, la mano en el contacto. Y una vez más me entraba la duda. Era difícil decidir si debía o no continuar con aquel feo asunto.

Mis recientes experiencias no habían sido lo que se puede decir buenas. Rentables sí, pero de ninguna manera buenas. Y en eso, de hecho, radicaba mi conflicto. Yo necesitaba ganar mucha más plata. Raulito, mi hijo menor, había nacido con uno de esos males que se dan uno en cada cien mil –debilidad de los músculos del cuello, lo cual le impedía mantener la cabeza en su sitio–, y requería terapia y medicinas. Si yo hubiera estado en el estudio, como un año atrás, no habría tenido tantos problemas. Mi empleo de ayudante de abogado rendía sus dividendos. Pero ahora no lo tenía –los picapleitos de la rama laboralista ya no encontraban clientes, pues al nuevo gobierno le importaban un bledo las huelgas y la estabilidad laboral–. Así que, desde entonces, le metía duro al taxi y, en los fines de semana, recurseaba con los borrachos.

Lo primero cayó por su propio peso, porque yo era dueño de un carro, un Pontiac viejo, y no tenía otra cosa que hacer. Trabajaba turnos de doce horas diarias, como si fuera auto alquilado. Lo otro, lo de los borrachos, se me reveló como una locura más en esta enloquecida ciudad y, pasado un tiempo, como una tentación. Un amigo taxista, el negro Raimundo, me puso al corriente del negocio.

–Se trata de robar y vender borrachos –afirmó–. ¡Una bendición del Señor! Ganarás en una noche lo que a otros les toma más de una semana. ¿No te animas?

Me eché a reír un buen rato. Lo de robar a un borracho lo podía entender, pero era la primera vez que oía que alguien pudiera vender a un borracho.

–¿Hablas en serio? –pregunté.

–¡Claro! –Raimundo era un amigo de apenas unos meses, pero me inspiraba confianza–. Primero cacheas al borracho, luego le limpias el billete y finalmente vendes el resto. Ésa es la mejor forma de sacarle partido a todo, sin mancharte las manos ni dejar pistas. Sería muy raro que el tipo al cabo de unos días se acordara de ti, pero si te quedas con un encendedor de oro o un reloj fino te mandan al canasto. De ahí que lo mejor sea vender al borracho.

–¿Y a quién lo vendes?

–Hay varios huecos de fumones y otras ratas que están llenos de compradores. Pueden darte entre quince y dieciocho soles, dependiendo de lo que ofrezcas. Un borracho vale por su ropa, sus zapatos, sus adornos personales y, sobre todo, si es alguien solvente, por sus tarjetas de crédito.

Como vi que la cosa no era broma, me inquieté:

–De todas formas, lo veo peligroso –dije.

–Es peligroso, pero no tanto. Tu mayor riesgo consiste en dar unas vueltas de más y esperar a que el borracho se te duerma en el taxi.

–No lo veo así.

–¡Te aseguro que no es más que eso!

–¿Y qué pasa si el tipo se despierta cuando uno le está pelando la billetera?

–¡No pasa nada! No olvides que el tipo está borracho, y que tú tienes una buena excusa. Bien puedes decir que buscabas un documento para averiguar su dirección. Podrías molestarte e incluso recriminarlo por dormirse, por hacerte perder tiempo o por ensuciar los asientos.

El negro Raimundo se las sabía todas. Llevaba un año en el asunto y, fuera de cuidar mucho los detalles, le obsesionaba la seguridad. Lo primero, decía, es aprender a reconocer los bultos bajo la ropa, dado que como están los tiempos mucha gente lleva una pistola al cinto.

–¿Y qué haces en esos casos?

–Algunos se pelan la pistola y siguen para adelante –me dijo–. Yo no. Prefiero despertar al borracho y pedirle que se baje. Con las armas no se juega.

Metódico, minucioso hasta la exageración, Raimundo venía de la administración pública. Era uno de los miles que, tras renunciar a su empleo a cambio de un incentivo económico (de acuerdo con el programa de reducción burocrática), había invertido su capital en un taxi. Su carro era un Toyota Corolla 1987, en estupendo estado, y su labia resultaba de lo más convincente. El interés de Raimundo, de puro amigo, era que yo me volviera su colega, en todo el sentido de la palabra.

Unas buenas tres semanas me tomó sopesar las ventajas y desventajas de su propuesta.

A lo largo de ese tiempo, consciente de que algo en mí iba cambiando, recorrí mis rutas de costumbre. Pero ya no era lo mismo. Conforme pasaban los días, me sentía distinto: no abría el pico con los pasajeros, no estaba pendiente de las noticias de la radio, no maldecía mi mala suerte. Mi mente le daba vueltas y vueltas al negocio de los borrachos. La idea se me había incrustado como una astilla en un nervio muy delicado.

Hasta que, a principios de agosto, en una fría madrugada de viernes a sábado, tomé la determinación de seguir los pasos de Raimundo y levanté a mi primer borracho.

Ocurrió en Breña. Acababa de dejar a un pasajero y, al momento de entrar a una amplia avenida desierta, en busca de una salida directa hacia el centro, lo vi en una esquina. Era uno de esos especímenes con una fabulosa pinta de “candidato”. Iba por la calle haciendo eses y lucía una sonrisa idiota. Y no bien me vio, elevó una mano como si hubiera intentado atrapar un ave en pleno vuelo.

Me detuve. El borracho se asomó por la ventanilla de la derecha.

–Buenas –dije.

–Buenash –contestó–. A Chacarilla. ¿Cu… cuánto es?

–Ocho soles.

–¡Ocho solesh! –gruñó con la mirada nublada–. ¿Usted está mal de la cabeza?

Era una ironía que aquel insano me dijera eso, pero yo estaba en plan de aguantarle todo.

–Después de la medianoche, hay un recargo del cincuenta por ciento –argüí–. Y además, está la distancia.

–Le pago seis –dijo.

–No, no me sale a cuenta.

–Siete.

–No, señor. Ocho. ¿Lo toma o lo deja?

El tipo me miró, empequeñeciendo los ojos. La defensa de mi tarifa, junto a mi nula disposición hacia el regateo, le debieron hacer pensar bien, pues un asaltante no se expone tanto a perder una presa. Y subió.

–Vamos hacia el puente Primavera –dijo acomodándose en el asiento trasero–. Cuando lleguemos, yo… yo lo guío. ¿Tiene música?

–Claro –dije, y sintonicé una estación de boleros.

A los cinco minutos, cuando recién pasaba por Lince, el tipo había caído: dormía como un angelito. Pero yo, ¡maldita sea!, pasaba las de Caín. Sudaba, el timón se me resbalaba en las manos: temía cruzarme con un patrullero o una de esas unidades de Serenazgo. A pesar de todo, trasladé al tipo al Campo de Marte, tomé por una vía oscura y, tras unos leves zamaqueos, cerciorándome de que su sueño era pesado, lo limpié. Tenía un bille de diez dólares y doscientos veinticinco soles en la billetera. No era una fortuna, pero de hecho ese dinero me venía requetebién.

Fue un trabajito sin acabados, de primerizo. Busqué una banca de parque, saqué luego al borracho con suaves tirones y, tomándolo de un brazo –el pobre se dejaba llevar como un ciego narcotizado–, lo instalé de lado para que no se fuera de bruces. ¿Cuánto tiempo duraría así? Imagino que muy poco, pues antes de irme noté que los arbustos del parque se movían de manera sospechosa.

Sin embargo, mal que bien, la cosa funcionó. Y estimuló mis deseos de iniciarme con todas las de la ley.

Generoso, hablantín, Raimundo se portaría como un eximio maestro. Al siguiente sábado me dedicó más de una hora de su jornada nocturna para enseñarme, aparte de los procedimientos básicos, a dos tipos desnudos durmiendo la mona en la calle (“así quedan nuestros clientes”, indicó) y, desde luego, varios huecos de venta de borrachos en el barrio de La Victoria.

–Primera regla: nunca lleves dos borrachos juntos –me dijo–. Lleva uno. He oído sobre muchos ambiciosos que ya no la pueden contar por comer a dos cachetes… Ah, y otra cosa que te hará ganar tiempo: estudia la conducta humana y entrena tu ojo. No todos los borrachos son los que tienen pinta de estar a punto de caer; también cuentan los muy erguidos, que casi no se les nota. A estos últimos, ya los verás, la tranca se les concentra en las corvas y de pronto se les doblan las piernas. Yo los llamo los borrachos del aire.

–¿Del aire?

–Sí, del aire, porque el aire les choca. Es gente que se la pasa chupando en un local cerrado y luego sale a la calle. Se sienten movidos, se resisten, pero enseguida los tienes apoyados en una pared, abriendo y cerrando los ojos, como si estuvieran viendo doble. De estos hay muchos en las puertas de las discos del centro y los salsódromos, y nomás es cuestión de esperar. Basta que te pasees despacito y te paran.

–¿Pero se duermen rápido?

–En dos patadas. Por supuesto, cuenta siempre que te van a tocar los tíos que no ceden, como los porfiados, aunque son más los que terminan aflojando.

–A mi borracho yo lo arrullé con boleros.

–Buena idea –sonrió Raimundo, examinando la guantera de su carro–. Pero yo te voy a recomendar algo mejor –y al instante me mostró un caset–. Chopin. Sonatas, música de piano, verdaderamente infalible. Puedes comprarlo en el suelo, en los ambulantes.

Con Chopin, con un variopinto circuito de bares, discos, clubes departamentales y salsódromos, y con todo el coraje del que era capaz, salí a abrirme trocha. Y en dos meses registré un récord de dieciséis borrachos, equivalente a una media de doscientos cincuenta cada uno, sin contar su venta en los huecos, que rendía entre quince y veinte soles.

En todo ese tiempo, además, me fui enterando de muchas cosas. Quienes compraban no solo consideraban el valor de la ropa, los anteojos y demás efectos personales, sino sobre todo la calidad de sueño del borracho. Si era un sueño ligero, daban menos. En cambio, si a los dos zamacones el tipo estaba como un tronco, pagaban sin chistar. Los compradores preferían ahorrarse forcejeos, golpes o el roche de un escándalo.

Me enteré también de que en este negocio estábamos metidos unos cinco taxistas, a quienes poco a poco iría conociendo. Y aunque no todos vendíamos en los mismos huecos, tres de ellos, por lo menos, acatando el consejo de Raimundo, le sacábamos el jugo a Chopin. Una vez, por el santo de Raimundo, nos reunimos los cinco en un bar y nos emborrachamos. Y luego nos quedamos un buen rato en la calle, mirando cómo pasaban otros taxis. Me dieron escalofríos.

Ahora bien, no quiero que se crea que nuestro oficio es cantar y bordar. Tiene facilidades, sí; manejar en la noche es un placer, las calles están libres y el motor no se recalienta, pero a su vez existen depredadores que nos pueden caer encima de buenas a primeras: los asaltantes de taxistas, de los que unos pocos se han librado empuñando una llave de ruedas –cada taxista del grupo, mínimo, reconocía entre dos y tres asaltos–, y los policías, mucho más duros de pelar, la mayoría expertos en hallar la sinrazón para sacar la suya.

Con los borrachos, en suma, se gana y se pierde, pero es más lo que se gana, y eso incluye un considerable caudal de “elementos de juicio”, como dice Raimundo, ya que fuera de arreglarme la economía (que es, y sigue siendo, la razón por la que sigo en esta danza) mi visión del mundo ha cambiado. Es, ahora, una “visión directa de espejo retrovisor”. Allí, en ese pequeño espejo rectangular, el mundo desfila y toma forma. A veces es una sonrisa; otras, una amenaza. Veo pasar caras, decenas de caras: muchachos tímidos, jaranistas de provincia, hombres ruidosos, hombres callados, ancianos tristes, sujetos indescifrables, mujeres con huellas de maltrato y hasta gentuza, ay caray, que se quiere bajar del auto sin pagar.

Y en cuanto a experiencias, tampoco me quedo corto…

Hace unos días, pasada la medianoche, recogí en Quilca a una mujer que veía en silencio a dos individuos liados a golpes. La tipa subió adelante –exhalaba una ligera mezcla de perfume y olor a licor–, y me soltó una dirección en Jesús María. A fin de que no treparan sus belicosos amigos, salí del sitio pitando. Parecía una tipa decente. Yo, de reojo, miré dos veces su perfil. Treinta y cinco años, bien vestida, actitud digna y, aunque entrada en carnes, bastante guapetona. Ella no cesaba de mirar al frente. Solo se volvió hacia a mí, girando medio cuerpo, una cuadra antes de llegar a su destino: “Pare aquí, por favor”, me dijo. “No tengo dinero, pero puedo hacer algo por usted”. Me tomó tan de sorpresa, que no dije nada. E instantes después me bajaba el cierre de la bragueta, con una turbadora aplicación, y hundía su cara en mi entrepierna. La humedad de su boca, el movimiento de su cabello… No la pude detener. Quedé exhausto en el asiento, la cabeza echada hacia atrás, resollando.

La mujer bajó del auto sin decir palabra, en tanto yo permanecí con una sensación extraña en todo el cuerpo. Y no era que pensase en la gasolina o el dinero perdido, o en las medicinas que necesitaba Raulito, o en cualquier otra cosa así de concreta. Creo que me invadía algo parecido a la desazón, a una especie de alivio penoso, aunque tampoco tenía mucho que ver con eso.

Otro borracho, que recuerdo a menudo, fue un gordito que no podía con su alma y tropezaba cada dos pasos. Me detuvo, se zambulló en el asiento trasero balbuceando algo referente a la vejez de su madre (“Está viejita, está viejita”, decía), y en cosa de diez cuadras se puso a roncar. Mientras buscaba una calle oscura, lo miré con más detenimiento. Era un tipo común y corriente, un tanto ridículo de pinta, pero sin ningún rasgo que lo diferenciara del resto de borrachos. Cuando le saqué la cartera, que no llevaba más de trescientos soles, sentí que se caía algo. Encendí la luz interior y descubrí que era una foto enmicada, en la que había una dedicatoria: “A mi único hijo, con todo mi amor”.

Apagué la luz y el gordito se despertó a medias: “¿Qué pasa?, ¿qué pasa?”, preguntó con voz débil. Mostraba un gesto casi infantil, de desconcierto, y antes de que yo pudiera decirle algo se volvió a dormir, de modo que enrumbé a uno de mis huecos de venta. En el trayecto, sin embargo, se despertó tres veces más. Por el el retrovisor vi que meneaba la cabeza y, con la misma vocecita, repetía: “¿Qué pasa?, ¿qué pasa?”. Pensé entonces que, si insistía una vez más con su pregunta, me iba a estallar el cerebro. Y no bien lo hizo, frené el carro, volví a coger su cartera, le devolví el dinero y lo desperté de veras con dos cachetadas.

–¿Dónde vives? –lo cuadré, furioso.

El gordito me miraba, asustado.

–En la avenida Arenales –dijo–. Cuadra 32.

Pisé el acelerador y al cabo de diez minutos el gordito entraba a un mugroso edificio de tres pisos. Aún no entiendo por qué ese pobre diablo consiguió sacarme de quicio.

Si la cosa quedara en esto, vaya y pase. Lamentablemente no fue así: me sucedió un caso aún más de-sagradable. Y en eso estaba pensando, al punto de dudar si debía o no continuar con el negocio, como ya dijera, cuando de improviso se apareció el negro Raimundo y se estacionó por delante. Raimundo bajó de su auto, se subió al mío y captó que me hallaba chequeando a los dos borrachos que daban gritos como cantantes de ópera.

–¿Estás esperando a que se separen?

–Sí –repuse–. Aunque creo que tienen para rato.

–Cuando se demoran en despedirse significa que viven en sitios diferentes.

–…

–A lo mejor nos llevamos uno cada uno.

–Es posible –contesté.

Cierto desánimo, cierta opacidad debió evidenciar mi voz, pues Raimundo me observó, preocupado:

–¿Te ocurre algo?

Podía haber sonreído o haberle dicho no, qué va, pero me sentía bastante cruzado. Y ahí mismo le conté todo.

–Es algo que me pasó anoche –dije sin perder de vista mi objetivo–. Levanté a un borracho que tenía las ropas algo sucias, como si se hubiera caído o tal vez recostado en una pared. Era uno de esos tipos a los que se les enreda la lengua al hablar y, a decir verdad, no prometía mucho.

–¿Y te quemaste?

–No. Todo lo contrario: llevaba mil quinientos soles.

–¡Mil quinientos! –casi gritó Raimundo, fascinado–. ¿Quién era? ¿El rey del camote?

–Tenía más bien pinta de limeño. Robusto, de hombros anchos, con una cara impasible de hijo de puta; se durmió en el asiento, cayéndose lentamente de lado hasta desaparecer del retrovisor. Debía ser un cambista, o bien un ambulante de artefactos electrónicos, que levantan buen billete; no tengo la menor idea. Pero lucía en la muñeca derecha una pesada esclava de oro, un auténtico chancacón…

Imaginando tal vez que me había pelado la esclava del borracho, Raimundo se erizó. Le dije que la cosa no iba por ese lado.

–¿Entonces qué? –se impacientó.

–Mi problema ha sido otro, negro… El tipo mancó.

–¿Mancó? –repitió Raimundo, asombrado–. ¿Me estás diciendo que se murió?

–Sí.

–¿Pero cómo? ¿Cuando lo revisabas?… ¡No me digas que lo golpeaste con algo!

–No. El tipo se murió de pronto, no sé de qué. Ha debido darle un infarto fulminante porque, desde el momento en que se quedó dormido, no se movió un centímetro. ¡Y lo que más me rayó fue no haberme dado cuenta! Los zambitos del jirón Iquitos, que era el hueco más a la mano, serían los premiados. “Oye, manito, este pata está frío”, me dijo el que tasaba la merca. Era el chiquillo más enclenque, el que tiene chuzos en los brazos. Pensé que se quería pasar de vivo, pero al mirar hacia atrás encontré al borracho tumbado de través, de cara al techo, con los ojos abiertos y un hilo de baba que se le chorreaba por el mentón.

–¡Puta madre! –exclamó Raimundo–. ¿Y qué hiciste?

–Eso es lo que me tiene jodido: lo que hice… Me puse a mirar la calle, aparentando una gran tranquilidad; lo miraba todo, sonriendo, rascándome la cabeza como si no hubiera pasado nada anormal, mientras el zambito, moviéndose dentro del auto, seguía evaluando la esclava, la ropa, los zapatos, los documentos, e intercambiando a su vez miradas con dos de sus socios. “Sí, manito, tu choborra está bien frío”, me volvió a decir. Y yo, con las manos aferradas al timón, le contesté: “Entonces te saldrá con impuestos: otros cinco mangos. Quiero veinticinco”. El chico hizo un gesto de sorpresa, que pronto se convirtió en mueca de irritación, pero yo no me amilané: “Los muertos no patalean ni se despiertan”, dije tajante. “Te la vas a llevar fácil”. Se quedó pensando… miró otra vez la esclava, asintió dos veces con la cabeza y, finalmente, acabó metiendo la mano al bolsillo.

Apoyado contra la portezuela del auto, tieso, Raimundo se mostró estupefacto:

–¡No lo puedo creer! –murmuró–. ¡Caray, no lo puedo creer! –y permaneció mudo durante unos segundos. Pero luego, como reanimado por una varita mágica, pleno, feliz, estalló en una carcajada convulsiva. Estaba verdaderamente emocionado, y tamborileaba con ambas manos a ritmo febril sobre el tablero del auto–. ¡Muy bien, hermano! ¡Muy bien! –añadió–. ¡Has estado genial! ¡Esto significa que has vendido a tu primer fiambre! –y nuevamente matándose de risa–: ¡Ahora tú estás a la cabeza del grupo!

No me dio tiempo a reaccionar.

Sentí, me parece, que en lo esencial estaba orgulloso de mí, que me admiraba sinceramente y que hasta me colocaba en un pedestal como modelo digno de emulación.

Y después, cuando me disponía a hablarle sobre mis dudas y angustias, los cantantes de ópera llamaron nuestra atención.

–Mira –señaló Raimundo en estado de alerta. Los tipos daban sus primeros pasos por rumbos opuestos–. Ya se acabaron las despedidas.

Vimos a uno de ellos, el más borracho, deteniéndose bajo el rojizo resplandor de un semáforo.

–Ése es el mío –dije yo.

Y entonces todo cambió, todo nos envolvió, todo se fue canalizando en una idea fija: una común idea fija.

Raimundo salió de mi auto y retornó sigilosamente al suyo, mientras yo –archivando el fiambre de mi historia como un caso aceptado, metabolizado– movía la llave del contacto y encendía el motor. Rompió el aire un ronquido dócil, como un trueno domesticado. Exactamente igual, a unos metros, tronó el taxi de Raimundo, aunque el ruido de su motor se percibía menos poderoso. Y luego, a un tiempo, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, encendimos los faros de nuestros carros. La calle se iluminó. Uno de los borrachos, enceguecido, se cubrió los ojos con un brazo; el otro, dando tumbos, levantó una mano floja en el aire.

 

 

CRIATURAS MUSICALES

 

 
La niña llegó del colegio cuando los gritos de sus padres se podían oír desde fuera del amplio y elegante departamento. Tocó el timbre y aguardó a que la empleada le abriera. Entró al vestíbulo y, cuando pasó frente al espejo oval, se hizo a sí misma una mueca graciosa. Luego enrumbó a la cocina, bebió un vaso de naranjada y, de vuelta en el vestíbulo, se detuvo cautelosa­mente en el primer peldaño de la escalera.
La discusión, como de costumbre, era a distancia. Su padre se hallaba en el baño, duchándose. Su madre reordenaba la ropa en los colgadores, en los cajones y en las gavetas del walk-in closet, una de sus actividades más socorridas cuando tenía los nervios de punta.
–¡Hola! –gritó alegremente la niña–. ¡Ya estoy aquí!
Un súbito silencio sobrevino a su saludo.
Pero unos instantes después se abrió la puerta del baño, que daba al hueco de la escalera, y salió su padre, desnudo y chorreando agua. También, como de costumbre, la niña vería que éste, ante su presencia, cambiaba rápidamente de talante. Ahora incluso le sonreía e imitaba su voz alegre y cantarina:
–¿Qué tal, Pilarcita?
–Bien, papi.
El padre volvió a encerrarse en el baño. La madre, por su parte, demoró cuatro o cinco segundos en intervenir, pero optó de buenas a primeras por ponerse en tren práctico:
–Pilar, no dejes tu mochila tirada en la sala –dijo a lo lejos, sin dejarse ver.
La niña fingió que no la oía:
–¿Qué dices, mami?
–Que no dejes tu mochila tirada.
–¿Cómo dices?
–¡Que no dejes tu mochila tirada, demonios! –gritó la madre.
–¡Ya te oí! ¡No me grites!
–¡Y sube a tu cuarto y ponte a hacer la tarea, porque en una hora tienes que ir al ballet!
–¿Al ballet?
–Claro que sí –replicó su madre–. ¿Acaso no sabes que hoy es jueves?
–No voy a ir al ballet –dijo la niña rotundamente.
Se hizo un nuevo silencio.
–¿Cómo que no vas a ir al ballet? ¿Han suspendido la clase?
–No es eso.
–¿Qué es, entonces?
–Se me ha roto la malla negra.
La madre se asomó por el hueco de la escalera con cara de sorpresa:
–¿Cuándo ocurrió eso?
–Anteayer. Me enganché con una planta llena de espinas y se rasgó toda.
La madre meneó la cabeza, apesadumbrada:
–Bueno, usa la malla roja –dijo volviendo a su tarea de ordenar ropa.
–No. Odio ese color.
–Mañana te compraré otra malla negra. Ahora hazme el favor de ponerte la roja y no fastidies.
–No quiero.
–No me contestes así, Pilar –dijo la madre.
–Pero es que tú no me entiendes.
–¿Qué es lo que no entiendo?
–Todas las chicas van con mallas negras.
–Ya lo sé. Pero es sólo por un día.
–¡No! –chilló la niña–. ¡Es huachafo!
–¡Pues te la vas a poner de todas maneras! –ordenó la madre en su tono más enérgico–. ¿Has entendido? ¡Aquí no se hace lo que tú quieres!
–¡No, no me la voy a poner! –gimoteó la niña–. ¡No me la voy a poner!
En pantuflas, y a medio cubrirse con una toalla anudada a la cintura, el padre fue esta vez quien asomó por el hueco de la escalera a fin de concordar con su hija:
–Yo también pienso que el rojo es huachafo –susurró en su tono más cómplice.
La niña alzó la cabeza y sonrió y miró a su padre con los ojos anegados de lágrimas, metiéndose enseguida un dedo en la nariz y sacándose una bolita de moco a la que dedicaría varios segundos de intensa concentración. Y fue en ese trance que la madre apareció de nuevo en el hueco de la escalera, aunque en esta ocasión con ímpetu de caballo desbocado, y se dirigió al padre increpándole entre dientes, con una especie de rabia afónica:
–¡No ma-ni-pu-les a la niña, desgraciado!
El padre sonrió como si le acabaran de hacer una broma muy divertida y se encaminó a su dormitorio mientras decía:
–Pilar, ponte a hacer la tarea. Yo tengo que conversar en privado con tu mamá.
La niña amasó el moco que sostenía entre el pulgar y el índice y, antes de disponerse a subir las escaleras, lo dejó caer al suelo.
 
En la mayoría de los casos Pilar nunca sabía la causa de las peleas de sus padres. A veces estas se desencadenaban por una toalla mal colgada o alguna tontería parecida; otras, más misteriosas, por una llamada telefónica. Sonaba el teléfono, su madre contestaba y, al otro lado de la línea, no decían ni pío y un momento después se cortaba la comunicación.
Tampoco podía precisar con exactitud cuándo era que sus padres habían comenzado a pelearse. Pilar recordaba a duras penas que una de las peleas más antiguas se remontaba a una noche de viernes o sábado, a principios de verano, en que los dos salieron a la calle para sacar algo de la guantera del auto de su madre y de pronto la alarma antirrobos comenzó a ulular y se trabó y no paró de sonar enloquecedoramente por más de diez minutos, conmocionando a los vecinos, y al cabo sus padres, muertos de vergüenza, detuvieron su pelea y se tomaron de las manos y regresaron riéndose al departamento. Una pelea, si se quiere, que tuvo un final feliz y que duró una bicoca de tiempo.
Las de ahora, en cambio, duraban horas de horas y hasta días enteros, y por lo general siempre acababan pésimo. Vale decir, sus padres se aislaban en habitaciones diferentes, lo cual equivalía a que Pilar terminaba durmiendo en la enorme cama matrimonial con papá o con mamá, dependiendo de cuál de ellos se mudara a dormir a su dormitorio.Aquel día la niña intuyó que la pelea no tenía visos de alcanzar un arreglo, y en tanto hundía la cabeza en su closet y buscaba a disgusto la abominada malla roja se quedó pensando con quién le tocaría dormir esa noche. Pensaba en eso con la más absoluta calma, y de hecho no le daría demasiadas vueltas al asunto, pues al encontrar la malla, a la que insultó como si se enfrentara a un bicho vivo, se olvidó de todo. Además, sus padres, si bien seguían embarcados en su pelea, habían bajado considerablemente la voz. Apenas dejaban oír murmullos o algo que podían ser gritos sofocados.
Luego, tras colocar la malla junto a las zapatillas de ballet sobre su cama, Pilar emprendió una serie de quehaceres con la soltura y rapidez de una secretaria ejecutiva. Vació su mochila, ordenó sus lápices y cuadernos, reacomodó dos osos de peluche y una jirafa de plástico encima de su librero, y en un santiamén se sentó a su escritorio para resolver dos problemas de matemáticas y copiar en su cuaderno de francés un poema de François Villon. Acabado eso, encendió su computadora y puso el diskette de Prince, juego en el que estuvo absorta hasta que su madre salió de su dormitorio y le dijo desde la salita de estar:
–Pilarcita, ya es la hora.
La niña decidió matar a dos guardias del palacio donde se hallaba apresada la princesa antes de apagar la máquina, y se incorporó y se desnudó en un tris para ponerse de inmediato la malla y las zapatillas. Le encantaban sus zapatillas.
Al momento de mirarse en el espejo redondo de su tocador cambió de expresión. La malla le quedaba perfecta y estilizaba aún más su grácil figura. Delineaba la curva de su cintura y de sus bien formados glúteos, y se ceñía en el escote de tal manera que hacía resaltar su incipiente busto. Tanto su madre como sus amigas solían decir que, para una niña de once años, tenía un cuerpo bastante desarrollado.
Irguiéndose sobre las puntas de sus pies e inclinándose en una artística venia, Pilar sonrió como si agradeciera la ovación de un público fascinado con ella. Sus dientes, herencia de su madre, eran tan blancos como las palomas que se posaban por las tardes en la terraza del departamento. Pero lo que a ella le gustaba más de sí misma era su cabello suave y claro, del color de la miel, que era el mismo tono que tenía su tía Martha cuando no se pintaba de pelirroja sofisticada.
–Pilar, apúrate –insistió su madre.
La niña salió a la salita de estar y encontró a su madre sentada en el sofá, hojeando una revista.
–Ya estoy lista –dijo.
Entonces sonó el teléfono.
Sonó una, dos, tres veces, y sonó obviamente en todos los teléfonos del departamento, que eran uno de pared, instalado en la cocina, y dos inalámbricos, ubicados en la gran sala de la primera planta y en la pequeña de la segunda. Pilar estuvo a punto de contestar, pero repentinamente percibió que algo la detenía. Al parecer la empleada no había acudido a contestar, resolviendo aquella tensa situación, porque en ese momento se estaba cambiando el uniforme por ropa de calle para acompañar a la niña a la escuela de ballet.
Cuando el teléfono sonó por cuarta vez el padre irrumpió furibundo en la salita de estar, y se quedó mirando a su mujer, que se mostraba de lo más indiferente.
–¡Qué demonios pasa ahora! –gruñó–. ¿Están sordos? ¿Por qué no contestan el teléfono?
La madre tiró la revista al suelo y se cruzó de brazos.
–¡Mejor contesta tú, canalla! –replicó–. ¡Yo estoy harta de que me cuelguen!
A Pilar le pareció que sus padres se miraban ahora como dos boxeadores que acababan de subir al ring, y que a lo mejor una de las próximas timbradas les podía sonar a ambos como la campana que daba inicio a otro round.
–¿No quieres contestar? –la mujer lo estaba retando con una mueca burlona–. ¿No te atreves?
Antes de que terminara la frase, el padre avanzó a largas zancadas hasta el teléfono y levantó el auricular.
–¡Aló! –bramó, pero en seguida se apaciguó–. Sí… sí, Solange… un momento –y miró a su hija–. Es para ti.
Pilar corrió hacia el teléfono.
–Gracias, papi –dijo y se puso a hablar con la loca de Solange, una compañera del colegio que siempre le pedía ayuda desesperadamente para resolver la tarea de matemáticas.
Rió con su amiga, le dio las explicaciones pertinentes y, al cabo de un momento, se despidió de sus padres agitando una mano en el aire y salió del departamento.Hora y media más tarde, cuando regresó, sólo se oían las voces del televisor que estaba en el dormitorio de sus padres y el canturreo de su mamá que preparaba un postre de mango en la cocina.
Pilar estuvo un buen rato sin saber qué hacer y se animó finalmente a encender el televisor de la salita de estar. Vio un programa de dibujos animados acerca del rey Arturo y Sir Lancelot, y luego el capítulo de una telenovela venezolana que abandonó un poco antes de la mitad porque le dio hambre. Bajó a la cocina, tomó un yogurt líquido de la refrigeradora, lo bebió sin respirar y le preguntó a su madre, quien ahora se mataba de risa hablando por teléfono con una amiga, si es que podía servirse postre de mango.
–Todavía le falta helar, pero si te provoca…
–Me provoca –dijo Pilar, y no se tardó mucho en devorar una porción de ese postre que le parecía delicioso.
Así, en fin, con una cosa y otra, dieron las nueve de la noche y su madre le avisó que ya era hora de bañarse e ir a la cama.
–Y alista la ropa que te vas a poner mañana –añadió.
La niña separó las ropas y cuadernos con los que al día siguiente se iría al colegio, se bañó, se puso piyama y, al salir del baño, constató que casi todas las luces de la casa estaban apagadas, excepto la lamparita de la mesa de noche que iluminaba el lado que correspondía a su padre. Manteniendo la TV encendida, su padre leía un libro tan gordo como la Biblia, recostado en la cama, y sólo reparó en que su hija se encontraba en su habitación cuando ésta, de pie y contemplando las imágenes de una película, le preguntó intrigada:
–Papá, ¿Jesucristo tenía esposa?
–¿Esposa? –pestañeó su padre ante el libro que mantenía ante sus ojos.
–Esa mujer le ha dicho que ese bebito es su hijo.
Con un brusco movimiento el padre aventó el libro sobre su pecho y miró el televisor.
–No, no, no es así –rió su padre, incorporándose–. Ese hombre no es Jesucristo, sino Espartaco, un esclavo rebelde que pretendió liberar a los esclavos de Roma.
Kirk Douglas agonizaba crucificado en la vía Apia mirando a la hermosa Jean Simmons, que cargaba en brazos al que hacían pasar como su sonrosado vástago.
–¿Y también murió en una cruz?
–Sí, como muchos otros… mira, mira, ahí se ven otros esclavos que fueron crucificados. Así se castigaba a la gente de esa época.
–¿O sea que ese esclavo pudo ser Dios?
Su padre dio un respingo:
–¿Dios?… Bueno, no es que hubiera podido ser Dios por el mero hecho de que lo crucificaran… –el padre se detuvo a pensar, rascándose con un dedo la punta de la nariz–. Aunque eso pudo haber pasado. Espartaco, de alguna manera, también fue un dios, no como Jesucristo, por supuesto, pero la gente durante muchos años lo recordó y lo llevó en su corazón…
La niña observaba en silencio a su padre con cara de no saber si entendía bien lo que había oído, y este reaccionó en forma sumamente festiva y alborotada mirando su reloj:
–¿Qué hora es? ¡Uy, ya es muy tarde, Pilarcita! ¡Es tardísimo! ¡A dormir se ha dicho!
Y repentinamente se presentó su mamá.
–Quiero mi almohada –dijo entrando a la alcoba, vestida ya con su polo de dormir, y llevándose la almohada de su lado, de manera que tanto Pilar como su padre supieron que la mamá no dormiría en la habitación matrimonial.
Sin pensarlo dos veces, Pilar trepó de un salto a la cama y se coló con gran entusiasmo entre las sábanas, apropiándose del control remoto de la TV. Su madre le dio un sonoro beso en la mejilla y salió de la habitación. Su padre, mientras tanto, dejó su libro en la mesa de noche y apagó la lamparita. Padre e hija, como dos niños traviesos, se echaron juntitos bajo la luz azulada y parpadeante que provenía de la pantalla, mirando la infinita sucesión de imágenes diversas a causa del zapping que Pilar acostumbraba llevar a cabo. Tras recorrer treinta y tantos canales de cable, paró en seco ante el noticiero de un canal peruano. Las imágenes de un incendio en La Victoria, con gente llorando ante sus pertenencias quemadas, capturó algunos minutos su atención. Pero pronto su padre pareció aburrirse y bostezó y le quitó el control remoto y cambió de canal.
Pilar no protestó, porque ya se sentía adormilada. Le dio un beso a su padre y se tapó la cara con la almohada, pensando en esas cosas que pensamos todos, desordenadamente, cuando nos alistamos para dormir después de un día movido. El partido de básket de la mañana, las bromas de Solange, el postre de mango, la tarea de matemáticas, Espartaco y los teléfonos de su casa timbrando sin que nadie los conteste.
¿Quién podía llamar y colgar? Pilar tenía once años, pero no se creía ninguna tonta. Ha de ser una mujer, se dijo. Una de esas mujeres que se enamoran de los papás. Sin embargo, consideraba ridículo que su madre se molestara con eso. Ella estaba segura (pues su padre se lo había dicho una noche, jurando ante la luna que todo lo que decía era cierto) que las únicas mujeres que él de verdad amaba eran ellas, su hija y su madre, siempre y cuando ésta última no estuviera en esas épocas en que se ponía frenética por cualquier cosa. Pero, como estaban las cosas, Pilar sentía que no podía hacer nada y se preguntaba: ¿Cuánto tiempo tardan las personas en comprender lo que les pasa? ¿Por qué tienen que demorarse tanto?
En algún momento, pensando en eso y oyendo por ratos uno que otro diálogo de película, Pilar se quedó dormida, en tanto su padre seguía aburriéndose y bostezando frente a la TV y, por consiguiente, reanudando un zapping tan o más maniático que el de su hija. Todo le interesaba un cuerno. Vio un fragmento de un programa de genética, la escena erótica de una peliculilla sin mucho vuelo, tres goles de un resumen internacional entre equipos que desconocía y, cuando ya estaba por resignarse a apagar, sucedió algo maravilloso. Algo que lo catapultó a una grata efervescencia y por un instante le hizo llevarse una mano a la boca y mirar embelesado la pantalla.
–¡Caray! –murmuró el padre–. ¡Es María Callas!
Era ella, sin duda. Imponente y majestuosa, sola su alma en el centro de un amplio escenario, cantando como en un sueño un pasaje de La Traviata, esa parte delicadísima y a la vez de gran temperamento que es Addio Del Passato.
La emoción de ver a su diva favorita lo hizo sentarse en la cama y subir tres líneas el volumen, aunque sin arriesgarse a llevarlo al punto de que pudiera despertar a su hija. Y como que, ¡plop!, se le fue el sueño. Se despejó, se despabiló por completo, sintiendo todos sus sentidos funcionar a la máxima potencia. María Callas estaba ahí, en una noche probablemente milanesa –el escenario tenía las trazas de ser La Scala de Milán–, y también en una cálida noche limeña, con él o ante él, cantando con quietud y suaves ademanes, mirando al público con sus ojazos griegos y dramáticos, peinada con un moño alto, vestida de largo y con estola de la misma tela del vestido, y enjoyada como una reina o como una diosa, con apenas un collar de una vuelta y unos aretes, pero ¡Dios mío, qué aretes y qué collar!, estaban hechos de diamantes enormes, verdaderas rocas llenas de luz estelar que emitían guiños y chispazos cegadores debido a los reflectores que iluminaban a la diva.
La mujer era fea, sí, hay que decirlo, pero él sentía que la amaba y la veía hermosa. Si su hija le hubiera preguntado en aquel preciso instante si era cierto que las personas que más amaba eran ella y su madre, el padre tendría que rectificar y diría: “Te amo a ti, a tu mamá y a María Callas”. La Callas, a su juicio, tenía la voz más perfecta, poderosa y emotiva que hubiera oído nunca. Por eso mismo la amaba. Porque era alguien tan extraordinario, tan intenso, tan especial, o bien porque su amor era una mezcla de devoción y agradecimiento por el placer que le daba saber que existía un ser viviente con una voz que acariciaba como el terciopelo de las flores.
El documental era en blanco y negro, no se veía en buenas condiciones y las cámaras enfocaban a su objetivo desde lo que tal vez debía ser una suerte de palco bajo. El padre calculó que podía datar del año 1956, año de temporadas muy exitosas, pero de pronto se enteró, gracias a unos subtítulos, que había sido filmado en 1952 y, en efecto, tal como había sospechado, en La Scala de Milán. La Callas terminó su intervención y comenzó a agradecer los infinitos aplausos que le dispensaba el público. Un leve movimiento de cabeza y una media sonrisa era todo lo que hacía. Aquí les dejo esta migaja de mi genio, pobres y pequeños mortales, leía el padre en la vaguedad de aquella media sonrisa.
Y sin transición, apareció un ama de casa, hablando con voz imperiosa, chillona y eufórica, y recomendando el uso de una marca de detergente. Era una de esos centenares de jóvenes señoras –todas ellas le parecían intercambiables– que siempre aparecen lavando ropa, las manos mojadas en bateas rebosantes de espuma.
–¡Malditos comerciales! –masculló el padre, retirándose las sábanas de encima. Se levantó y echó a caminar de un lado a otro por su dormitorio, muy excitado, en tanto Pilar, ya sin la almohada tapando su cara, dormía plácidamente–. Bueno, pero esto quiere decir algo. ¡Esto quiere decir que el programa va a continuar! –y pegó un brinco de felicidad.
¿Qué seguirá? ¿La misma ópera o acaso pasarán una parte de otra performance famosa? ¡Le daba igual! Lo que anhelaba el padre a esas alturas era ver más, oír más, ya que casi nunca propalaban en la TV estos viejos momentos de gloria, la gloria genuina y grandiosa del bel canto, y no esos remedos de éxtasis a lo Pavarotti, donde predominaban el artificio, los micrófonos y los descomunales amplificadores de sonido. ¡Pero aquí, no! ¡Aquí la Callas cantaba solamente a fuerza de diafragma y de garganta, y teniendo por todo altoparlante su voluptuoso pecho de matrona altiva y sufriente, solitaria ánima de un templo en ruinas del Egeo!
Algo más de dos minutos duró la tanda de comerciales y otro tanto le tomó al presentador, un gordito bajo, amanerado y melindroso, anunciar a la teleaudiencia que la leyenda llamada María Callas, la prima donna assoluta, la más brillante soprano que quizá jamás haya existido, iba a regalarnos con otra pieza musical que sólo ella supo plasmar en toda su magnitud y esplendor. ¿De qué les estoy hablando?, preguntó el presentador con un brillo pícaro en su mirada de gordito. ¡Ah, no se los diré! ¡No quiero privar a los conocedores de que se digan a sí mismos qué es lo que tienen el privilegio de oír! Y de sopetón volvió la Callas.
El padre adoptó una actitud de expectativa que lo hizo sentarse en la cama y entrelazar ansiosamente los dedos de las manos. Y durante un segundo su cabeza sería un torbellino de ideas. Se alegró de ser propietario de una TV estereofónica, lamentó haber enviado dos días atrás la videograbadora a que le hagan el mantenimiento de rutina y, ¡diablos, cómo no se le ocurrió antes!, se arrepintió de no haberle pasado la voz a su esposa, que si bien no era una vibrante aficionada como él, las veces que fueron juntos a la ópera había dado la impresión de sentirse bastante más que satisfecha.
“¡Tengo que avisarle!”, pensó levantándose como impulsado por un resorte. “¡No quiero que mañana diga que soy un odioso egoísta y que nunca pienso en ella! ¡Una cosa como esta merece que ceda en mi orgullo e intente una reconciliación”. Y salió corriendo rumbo al otro dormitorio.
Sin encender la luz, avanzó a tientas en la penumbra y le tocó un hombro moviéndola con apremio:
–¡Lorena! –susurró–. ¡Lorena, despierta!
La madre abrió los ojos y se llevó una mano a la cabeza:
–¿Eh?
–¡Lorena, es algo importante!
–¿Qué pasa?
–María Callas está cantando en la tele –dijo el padre con atolondrada efusividad–, y es un documental sobre sus mejores momentos…
La madre alzó la cabeza como un gallo de pelea:
–¿María Callas? –indagó, dubitativa.
–Sí.
–¡Y me despiertas para decirme que María Callas está en la tele! –se encrespó.
–Pero Lorena…
–¿Eres imbécil o qué? –la madre hablaba ahora a grito pelado–. ¿No sabes lo que me cuesta conciliar el sueño?… –y se dio una ágil y violenta media vuelta en la cama, dándole la espalda–. ¡Lárgate de aquí!
–Lorena…
–¡Lárgate, idiota!
El padre en ningún momento estuvo a punto de perder los estribos. Se sintió más bien perplejo, libre de sentimientos que pudieran suponer rabia o reproche, o bien dominado por una extraña sensación de desconcierto, la cual dicho sea de paso se posesionó de él durante los segundos necesarios como para permitirle reconocer desde lejos la melodía de la TV y también la voz de sueño de su hija, que acababa de despertar a causa del breve altercado.
–Papi… –llamó Pilar, confundida.
–Ya voy, mi amor –repuso el padre, ensimismado. Y de inmediato, en tono quedo, exclamó: –¡La Gioconda!… Suicidia! In Questi Fieri Momenti! (Mencio­nar el pasaje de esa sublime obra de Ponchielli y salir pitando hacia su dormitorio resultó siendo entonces la misma cosa.)
Incorporada a medias, amodorrada, Pilar vio que su padre regresaba como una tromba a su dormitorio y se deslizaba en la cama, con la mirada en la TV. Lo veía y, a su vez, miraba lo que él veía. Su padre sonreía, observaba la TV, alzaba las cejas con gesto trágico, volvía a sonreír y por ratos temblaba como si tuviera el cuerpo estremecido por escalofríos.
 
Padre e hija, nuevamente, se echaron juntos y durante un buen rato no se dijeron nada. Ambos sabían, de manera tácita, que no había tiempo para dar o recibir explicaciones. Luego, por unos segundos, apareció yuxtapuesto a la imagen de la diva el subtítulo previsible: Suicidia!… In Questi Fieri Momenti (Acto 4). La Gioconda (Ponchielli). RAI, Orquesta Sinfónica de Turín. El padre asintió dos veces con la cabeza, complacido, y rompió el silencio para informarle a su hija, a toda prisa, que quien cantaba se llamaba María Callas y que se trataba de una de las voces más bellas del mundo. La niña no se inmutó, aunque para sus adentros concordó que la cantante tenía una voz muy bonita, y sin dejar de mirar la TV, apoyó su cabeza, ya relajada, sobre el pecho paterno, oyendo, aparte de la voz purísima de la Callas, los latidos del corazón de su padre. Le encantaba oír cómo corría la vida a través de esos latidos.
Y sólo cuando se movió para reubicarse en la cama y volverse a dormir, reparó en la mirada vidriosa de su padre. Pensó que aquella mirada, o aquellos ojos acuosos, estaban cargados de lágrimas, y que estas, como a veces le sucedía a ella, no se atrevían a rodar por sus mejillas.

 

 



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