El narrador Edgardo Rivera Martínez nació en la provincia de Jauja (departamento de Junín) el 8 de setiembre de 1933. De padre arequipeño y madre jaujina, hizo sus estudios primarios en Nuestra Señora del Carmen de Jauja y los secundarios en el Colegio Nacional San José de Jauja. Sus estudios universitarios los realizó en la Facultad de Letras de la Universidad nacional Mayor de San Marcos, en la especialidad de Literatura, del que posteriormente fue profesor y luego profesor emérito.
En 1956 ganó una beca que le permitió estudiar en la Universidad de París (1957 – 1959) y en la Universidad de Perugia. Cuatro después obtiene el grado de Doctor con la Tesis doctoral sobre “El paisaje en la poesía de César Vallejo y Referencias al Perú en la literatura de viajes europea de los siglos XVI, XVII y XVIII”.
Es fundador de la revista Literaturas Andinas y cofundador de la biblioteca de cultura andina de la editorial Lasontay de Lima. En la década del 60 publica El Perú en la literatura de viaje europea de los siglos XVI, XVII y XVIII (1963), e Imagen de Jauja (1967).
En 1977 publicó su novela El Visitante y al año siguiente el libro de relatos Azurita. En 1979 publica Enunciación, que reúne un relato y dos novelas cortas. En la década de los ochenta edita dos obras: Historia de Cifar (1981) y el Ángel de Ocongate y otros cuentos (1986). El cuento El Ángel de Ocongate obtuvo el primer premio en el concurso de la revista Caretas Cuento de las mil palabras, que en ese entonces tenía como miembros del jurado a Mario Vargas Llosa y Antonio Cornejo Polar.
Edgar Rivera Martínez publica 1993 su novela más destacada: País de Jauja, considerada por los entendidos como la mejor novela de la década de los 90. Sobre esta obra el autor dice lo siguiente: “Esa novela es en gran parte autobiográfica. Ahí está mi infancia, mi adolescencia, todo ese mundo familiar en el que compartía lo andino, lo nuestro, lo propio del valle del Mantaro y lo jaujino con la cultura peruana y la europea. Todo esto gracias a la formación cultural de mi familia materna. De niño comencé a tocar el piano y a cultivar la lectura, incentivado por mi hermano Miguel, quien era bastante mayor que yo. El mundo recreado en “País de Jauja” es un mundo de descubrimiento, de felicidad. Es el mundo del adolescente Claudio, quien descubre lo que es el amor y también cuál es su vocación. Fue una novela que me procuró mucha alegría escribir”.
Con ocasión de una Mesa Redonda denominada “País de Jauja; ¿Un Perú posible?”, el autor manifiesta los siguiente: “La idea central de país de Jauja me rondó hace bastante tiempo, pero no trabajé en ella desde hace un poco más de dos años, y a partir del momento en que pude tener y manejar una computadora. Antes trabajaba sólo con una máquina de escribir, pero no tengo la constancia ni la capacidad de trabajo de otros autores, y por eso me ‘limitaba’ a los cuentos, y dejaba para más adelante los esbozos o capítulos iniciales de textos narrativos mucho más largos. Situación que experimentó un cambio radical, como digo, gracias al cual pude llevar a cabo esa vasta empresa que se traduce en el libro que nuestros amigos van a comentar”.
Tuve la idea de esta novela, y escribirla con el auxilio de ese instrumento extraordinariamente versátil y veloz fue ya sólo por eso un placer. Pero además, y por razones de más peso, avanzar en ella fue toda una fiesta. El texto va precedido de un epígrafe tomado de un ensayo de Arguedas, que dice del valle de Jauja es un ejemplo de ‘integración excepcional de razas, de culturas y de sistemas económicos’. En otras palabras un ejemplo de mestizaje feliz (por lo demás en el cuerpo mismo de la novela hay una alusión tangencial al Arguedas real, que ya por entonces sostenía en Lima las ideas centrales que aparecen en su obra literaria y ensayística).
Desde un comienzo tenía pensado que mi novela no sería de carácter etiológico, esto es que no se propondría explicar por qué nuestro país es así, o por qué se encuentra como lo vemos ahora. No se formularía una pregunta similar a la que se formula un personaje en Conversación en la Catedral de Vargas Llosa: Cuando fue que se truncó (jodió) el Perú. No habría de ser, y no es, pues, una novela de constatación, o por mejor decir, una acta de quiebra o de fracaso.
Quise más bien que fuera una obra que, teniendo como referencia el antiguo mito de Jauja como tierra de felicidad – convergencia de una leyenda medieval europea y del renombre de riqueza de la Xauxa de los incas-, planteara un posible modelo de convivencia armónica y logradas gentes y vertientes culturales muy diferentes. Pero convivencia en lo que ésta tiene de tolerancia, de respeto, de entretejimiento enriquecedor, y sobre todo de alegría.
Por ello decía, hace un momento, que escribir País de Jauja fue para mí una fiesta. Ojalá el libro pueda transmitir esa experiencia al lector”.
“En el fondo País de Jauja puede leerse como una admirable alegoría de la trasnculturación feliz, enriquecedora…”, sostiene el crítico Antonio Cornejo Polar. Por su parte, Jorge Cornejo Polar expresa respecto a la obra: “Y es que país de Jauja no es solo una gran novela de formación aprendizaje (bildungsroman, como quieren los críticos alemanes) que revela el itinerario existencial de un adolescente, sino también una admirable y amorosa reconstrucción del ambiente, personajes, costumbres de una ciudad de la sierra peruana que unida a logradas pinturas del paisaje natural. Nada de ello hubiera sido posible, ciertamente, si Rivera Martínez no fuera dueño de una gran maestría en las técnicas narrativas y de un notable dominio en el manejo del lenguaje. Por todo ello es justo considerar a Edgardo Rivera Martínez como una de las figuras más importantes de la novela y el cuento en el Perú de la segunda mitad del siglo veinte”.
En 1996 publica el libro A la hora de la tarde y de los juegos, y en 1999 su segunda novela Libro del amor y las profecías. Gracias a sus innegables méritos literarios, la Academia Peruana de la Lengua lo nombra miembro.
Obras
EL ÁNGEL DE OCONGATE
Quien soy yo sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silva el viento, pero después regresa todo a su quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella es más ansioso y febril mi soliloquio. Y cuán extraña mi figura – ave, ave negra que inmóvil reflexiona -. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida. Sombrero de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me vieron? ¿Cómo no iba a pensar en un danzante que andaba extraviado en la meseta? Decían, en lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile serán sus ropajes? ¿Dónde habrá danzado?” Y los que se topaban conmigo preguntaban: “¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y advertían el raro fulgor de mis pupilas, y abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio y la memoria, quizás por el frenesí de la danza misma en la que había participado. Y comentaban: “No recuerda ni a su padre ni a su madre ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie tal vez lo busca…” Se santiguaban las ancianas al verme, y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insanía y de mi gravedad, de mi extrañeza, se acrecentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan acusada que por fuerza excluyó toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un temor mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me oyó hablar nunca, ni articular siquiera un monosílabo se concluyó que había perdido también el uso de la palabra. Era comprensible tal pensamiento pues solo a mí mismo me dirijo en una fluencia razonada que no se traduce ni en el más leve movimiento de mis labios. Solo a mí, en una continuidad silenciosa ya que una tenaz resistencia interna me impide toda forma de comunicación y todo intento de diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí sus paisanos. Sobre unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya virtud mi “locura” adquiría una dignidad casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asediaba la duda. ¿Y si a pesar de todo era verdad aquello? ¿Si realmente fui danzante y olvidé todo? ¿Si alguna vez tuve un nombre, una casa una familia? Inquieto, me acerca a los manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a mí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me contemplaba, y tenía la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza puramente intuitiva, pero no por ello menos vigorosa. Mas entonces, si nunca desvarió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe? ¿Cómo explicar mi atavío y la obstinación con la que a él me aferro? ¿Por qué esa vaga desazón ante el lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era vano asimismo encontrar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto interminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía. Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el azar – ¿el azar, en verdad? – no me hubiera llevado, al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al atrio y a poco mis ojos se posaron en el friso y los pilares, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, más el último fue alcanzado por la centella y solo quedan los contornos de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de esa floración de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio…