Luis Eduardo Valcárcel Vizcarra nace en Ilo, Moquegua (Perú), el 8 de febrero de 1891.
A temprana edad sus padres lo llevaron al Cusco, donde permaneció durante cuarenta años. Realizó sus estudios escolares en el Colegio peruano y el seminario de San Antonio de Abad. Luego ingresó en la Universidad Nacional San Antonio de Abad donde se graduó de Bachiller en Letras con una tesis titulada: Kon, Pachacámac y Wiracocha (1912).
Obtuvo tres doctorados: Ciencias Políticas (1913), Letras (1915); y Derecho ( 1916). El año siguiente se dedicó a enseñar en el Colegio Nacional de Ciencias y en la ya Universidad Nacional San Antonio de Abad.
Fundó el primer Museo Antropológico del Cuzco y el Archivo de la Universidad. Dirigió el diario El Comercio del Cuzco y fue editorialista de los diarios El Sol, La Sierra, y El Sur.
Luis E. Valcárcel mantuvo vínculos con José Carlos Mariátegui, y con el grupo de la revista “Amauta”. Fue nombrado Director del Museo Bolivariano. Posteriormente logra el mismo cargo en los museos de Arqueología Peruana, del Nacional de Historia, y del Nacional de Cultura Peruana. En 1946 fue consagrado como Director Emérito de los Museos Nacionales.
En la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima se hizo cargo de las cátedras de Historia de los Incas, Historia de la Cultura Peruana, e Introducción a la Etnología. También fue Director-Fundador del Instituto de Etnología, Decano de la Facultad de Letras, y Profesor Emérito. Además, desempeñó la carrera docente en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Otros cargos importantes son: Ministro de Educación Pública (de 1945 a 1947), Presidente del Instituto de Estudios Peruanos, de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA), del Instituto Cultural Peruano Norteamericano, y del Comité Interamericano del Folklore; Director del Instituto Indigenista Peruano; Miembro del Comité Ejecutivo Peruano de la UNESCO; Vicepresidente de la Academia Nacional de Historia, y del Centro de Estudios Histórico-Militares.
A lo largo de su carrera ha recibido diversas distinciones: Medalla de Oro de la Cultura (1963), Premio Nacional de Cultura en el área de Ciencias Históricas (1977), Premio Rafael Heliodoro Valle (México, 1981). También fue galardonado con las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta, y fue nominado al Premio Nóbel de la Paz. En su abundante obra bibliográfica, Valcárcel propugnó, basado en el estudio de la historia, la reivindicación del indio. Denunció el estado de miseria y exclusión en que vivía la población mayoritaria del país, y estableció el criterio de valoración del elemento indígena, como representante de la unidad y continuidad de la historia peruana.
Luis Eduardo Valcárcel Vizcarra falleció a la edad de 96 años, un 26 de diciembre de 1987.
Bibliografía
– Del Ayllu al imperio
– De la vida incaica
– Tempestad en los Andes
– Mirador Indio
– Garcilaso el Inca (Lima: Imprenta del Museo Nacional, 1939)
– Cusco, Capital Arqueológica de Sudamérica
– El virrey Toledo, Gran Tirano del Perú
– Ruta Cultural del Perú
– Historia de la Cultura Antigua del Perú (2 tomos)
– Historia del Antiguo Perú a través de la fuente escrita (siglos XVI, XVII y XVIII)
– Etnohistoria del Perú Antiguo
Prólogo a Tempestad en los andes
Después de habernos dado en sus obras “De la Vida Inkaika” y “Del Ayllu al Imperio” una interpretación esquemática de la historia d el Tawantinsuyo, Luis E. Valcárcel nos ofrece en este libro una visión limitada del presente autóctono. Este libro anuncia “el advenimiento de un mundo”, la aparición del nuevo indio. No puede ser, por consiguiente, una crítica objetiva, un análisis neutral; tiene que ser una apasionada afirmación, una exaltada protesta.
Valcárcel percibe claramente el renacimiento indígena porque cree en él. Un movimiento histórico una gestación no puede ser entendido, en toda su trascendencia, sino por los que luchan por que se cumpla. (El movimiento socialista, por ejemplo, solo es comprendido cabalmente por sus militantes. No ocurre lo mismo con los movimientos ya realizados. El fenómeno capitalista no ha sido entendido y explicado por nadie tan amplia y exactamente como por los socialistas).
La empresa de Valcárcel en esta Obra, si la juzgamos como la juzgaría Unamuno, no es de profesor sino de profeta. No se propone meramente registrar los hechos que anuncian o señalan la formación de nueva conciencia indígena, sino traducir su íntimo sentido histórico, ayudando a esa conciencia indígena a encontrarse y revelarse a sí misma. La interpretación, en este caso, tal vez como en ninguno, asume el valor de una creación.
“Tempestad en los Andes” no se presenta como una obra de doctrina ni de teoría. Valcárcel siente resucitar la raza keswa. El tema de su obra es esta resurrección. Y no se prueba que un pueblo vive, teorizando o razonando, sino mostrándolo viviente. Este es el procedimiento seguido por Valcárcel, a quien, más que el alcance o la vía del renacimiento indígena, le preocupa documentarnos su evidencia y su realidad.
La primera parte de “Tempestad en los Andes” tiene una entonación profética. Valcárcel pone en su prosa vehemente la emocion y la idea del resurgimiento inkaiko. No es el Inkario lo que revive; es el pueblo del Inka que, después de cuatro siglos de sopor, se pone otra vez en marcha hacia sus’ destinos. Comentando el primer libro de Valcárcel yo escribí que ni las conquistas de la civilización occidental ni las consecuencias vitales de la colonia y la república, son renunciables.* Valcárcel reconoce estos límites a su anhelo.
En la segunda parte del libro, un conjunto de cuadros llenos de color y movimiento nos presenta la vida rural indigena. La prosa de Valcárcel asume un acento tiernamente bucólico cuando evoca, en sencillas estampas, el encanto rústico del agro serrano. El panfletario vehemente reaparece en la descripción de los “poblachos mestizos”, para trazar el sórdido cuadro del pueblo parasitario, anquilosado, cancetoso, alcohólico y carcomido, donde han degenerado en un mestizaje negativo las cualidades del español y del indio.
En la tercera parte asistimos á los episodios característicos del drama del indio. El paisaje es el mismo, pero sus colores y sus voces son distintos. La sierra geórgica de la siembra, la cosecha y la kaswa se convierte en la sierra trágíca del gamonal y de la mita. Pesa sobre los ayllus campesinos el despotismo brutal del láfundista, del kelkere y del gendarme.
En la cuarta parte, la sierra amanece grávida de esperanza. Ya no la habita una raza unánime en la resignación y etrenunciamiento. Pasa por la aldea y el agro serranos una ráfaga insólita. Aparecen los “indios nuevos”: aquí el maestro, el agitador; allá el labriego, el pastor, que no son ya los mismos que antes. A su advenimienso no ha sido extraño el misionero adventista, en la aparición de cuya obra no acompaño sin prudentes reservas a Valcárcel por una razón: el carácter de avanzadas del imperialismo anglo-sajón que, como lo advierte Alfredo Palacios, pueden revestir estas misiones. El “nuevo indio” no es un ser mítico abstracto, al cual preste existencia solo la fé del profeta. Lo sentimos viviente, real, activo, en las estancias finales de esta “película serrana”, que es como el propio autor define a su libro Lo que distingue al “nuevo indio” no es la instrucción sino el espíritu. (El alfabeto no redime al indio.) El “nuevo indio” espera. Tiene una meta. He ahí su secreto y su fuerza. Todo lo demás existe en él por añadidura. Así lo he con, ocido yo también en más de un mensajero de la raza venido a Lima. Recuerdo el imprevisto e impresionante tipo de agitador que éncontré hace cuatro años en el indio puneño Ezequiel Urviola. Este encuentro fué la más fuerte sórpresa que me reservó el Perú a mi regreso de Europa. Urviola representaba la primera chispa de un incendio por venir. Era el indio revolucionario, el indio socialista. Tuberculoso, jorobado, sucumbió al cabo de dos años de trabajo infatigable. Hoy no importa ya que Urviola no exista. Basta que haya existido. Como dice Valcárcel, hoy la sierra está preñada de espartacos.
El “nuevo indio” explica e ilustra el verdadero carácter del indigenismo que tiene en Valcárcel uno de sus más apasionados evangelistas. La fé en el resurgimiento indígena no proviene de un proceso de “occidentalización” material de la tierra keswa. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos del despertar de otros viejos pueblos, de otras viejas razas en colapso: hidúes, chinos, etc. La historia universal tiende hoy como núnca a regirse por el mismo cuadrante. ¿Por qué ha de ser el pueblo inkaiko, que construyó el más desarrollado y armónico sistema comunista, el único insensible a la emoción mundial? La consanguinidad del movimiénto indigenista con las corrientes revolucionarias mudiales es demasiado evidente para gue precise documentarla. Yo he dicho ya que he llegado al entendimiento y a la valoración justa de lo indígena pot la vía del socialiamo. El caso de Valcárcel demuestra lo exacto de mi experiencta personal. Hombre de diversa formación inteléctual, influido por sus gustos tradicionalistas, orientado por didtinto género de sugestiones y estudios, Valcárce; resuelve políticamente su indigenismo en socialismo. En este libro nos dice, entre otras cosas, que “el proletariado indígena espera su Lenin”. No sería diferente el lenguaje de un marxista.
La reivindicación indígena carece de concreción histórica mientras se mantiene en un plano filosófico o cultural. Para adquirirla -esto es para adquirir realidad, corporeidad,- necesita convertirse en reivindicación económica y política. El socialismo nos ha enseñado a plantear el problema indígena en nuevos términos. Hemos dejado de considerarlo abstractamente como problema étnico o moral para reconocerlo concretamente como problema social, económico y político. Y entonces, lo hemos sentido, por primera vez, esclarecido y demarcado.
Los que no han roto todavía el cerco de su educáción liberal burguesa, y, colocandose en una posición abstractista y literaria, se entretienen en barajar los aspectos raciales del problema, olvidan que la política y, por tanto la economía lo dominan fundamentalmente. Emplean un lenguaje pseudoidealista para escamotear la realidad disimulándola bajo sus atributos y consecuencias. Oponen a la dialéctica revolucionaria un confuso galimatías crítico, conforme al cual la solución del problema indígena no puede partir de una reforma o hecho político porque a los efectos inmediatos de éste escaparía una compleja multitud de costumbres y vicios que solo pueden transformarse a través de una evolución lenta y normal.
La historia, afortunadamente, resuelve todas las dudas y desvanece todos los equívocos. La conquista fué un hecho político. Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la nación keswa, pero no implicó una repentina sustitución de las leyes y costumbres de los nativos por las de los conquistadores. Sin embargo, ese hecho político abrió, en todos los órdenes de cosas, así espirituales como materiales, un nuevo período. El cambio de régimen bastó para mudar desde sus cimientos la vida del pueblo keswa. La Independencia fué otro hecho político. Tampoco correspondió a una radical transformación de la estructura económica y social del Perú; pero inauguró, no obstante, otro período de nuestra historia, y si no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no haber tocado casi la infraestructura económica colonial, cambió su situación jurídica, y franqueó el camino de su emanpación política y social. Si la República no siguió este camino, la responsabilidad de la omisión corresponde exclusivamente a la clase que usufructuó la obra de los libertadores tan rica potencialmente en valores y principios creadores.
El problema indígena no admite ya la mistificación a que perpetuamente lo han sometido una turba de abogados y literatos, consciente o inconscientemente mancomunados con los intereses de la casta latifundista. La miseria moral y material de la raza indígena aparece demasíado netamente como una simple coñsecuencia del régimén económico y social que sobre ella pesa desde hace siglos. Este régimen, sucesor de la feudalidad colonial, es el gamonalismo. Bajo su imperio, no se puede hablar seriamente de redención del indio.
El término gamonalismo no designa solo una categoría social y económica: la de los latifundistas o grandes propietarios agrarios. Designa todo un fenómeno. El gamonalismo no está representado solo por gamonales propiamente dichos. Comprende una larga jerarquía de funcionarios, íntermediarios, agentes, parásitos, etc. El indio alfabeto se transforma en un explotador de su propia raza porque se pone al servicio del gamonalismo. El factor central del fenómeno es la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la política y el mecanismo del Estado. Por consiguiente, es sobre este factor sobre el que se debe actuar si se quiere atacar en su raiz un mal del cual algunos se empeñan en no contemplar sino las expresiones episódicas o subsidiarias.
Esa liquidación del gamonalismo, o de la feudalidad, podía haber sido realizada por la república dentro de los principios liberales y capitalistas. Pero por las razones que llevo ya señaladas en otros estudios, estos principios no han dirigido efectiva y plenamente nuestro pro- ceso histórico. Saboteados por la propia clase encargada de aplicarlos, durante más de un siglo han sido impotentes para redimir al indio de una servidumbre que constituía un hecho absolutamente solidario con el de la feudalidad. No es el caso de esperar que hoy, que estos principios están en crisis en el mundo, adquieran repentinamente en el Perú una insólita vitali- dad creadora.
El pensamiento revolucionario, y aún el reformista, no puede ser ya liberal sino socialista. El socialismo aparece en nuestra historia nó por una razón de azar, de imitación o de moda, como espíritus superficiales suponen, sino como una fatalidad histórica. Y sucede que mientras, de un lado, los que profesamos el socialismo propugnamos lógica y coherentemente la reorganización del país sohre bases socialistas y, -constatando que el régimen económico y político que combatimos se ha convertido gradualmente en una fuerza de colonización del país por los capitalismos imperialistas extranjeros, -proclamamos que este es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y revolucionario sin ser socialista; de otro lado no existe en el Perú, como no ha existido nunca, una burguesía progresista, con sentido nacional, que se profese liberal y democrática y que inspire su política en los postulados de su doctrina. Con la excepción única de los elementos tradicionalmente conservadores, no hay ya en el Perú, quien con mayor o menor sinceridad no se atribuya cierta dosis de socialismo.
Mentes poco críticas y profundas pueden supozier que la liquidación de la feudalidad es empresa típica y específicamente liberal y burguesa y que pretender convertirla en función socialista es torcer romántícamente las leyes de la historia.
Este criterio simplista de teóricos de poco calado, se opone al socialismo sin más argumento que el de que el capitalismo no ha agotado su misión en el Perú. La sorpresa de sus sustentadores será extraordinaria cuando se enteren de que la función del socialismo en el gobierno de la nación, según la hora y el compás histórico a que tenga que ajustarse, será en gran parte la de realizar el capitalismo, -vale decir las posibilidades históricamente vitales todavía del capitalismo, -en el sentido que convenga a los intereses del progreso social.
Valcárcel que no parte de apriorismos doctrinarios, -como se puede decir, aunque inexacta y superficialmente de mí y los elementos que me son conocidamente más próximos de la nueva generación, -encuentra por esto la misma vía que nosotros a través de un trabajo natural y espontáneo de conocimiento y penetración del problema indígena. La obra que ha escrito no es una obra teórica y crítica. Tiene algo de evangelio y hasta algo de apocalipsis. Es la obra de un creyente. Aquí no están precisamente los principios de la revolución que restituirá a la raza indígena su sitio en la historia nacional; pero aquí están sus mitos. Y desde que el alto espíritu de Joreg Sorel, reaccionando contra el mediocre positivismo de que estaban contagiados los socialistas de su tiempo, descubrió el valor perenne del Mito en la formación de los grandes movimientos populares, sabemos muy bien que éste es un aspecto de la lucha que, dentro del más perfecto realismo, no debemos negligir ni subestimar.
“Tempestad en los Andes” llega a su hora. Su voz herirá todas las conciencias sensibles. Es la profesía apasionada que anuncia un Perú nuevo. Y nada importa que para unos sean los hechos los que crean la profesía y para otros sea la profesía la que crea los hechos.
José Carlos Mariátegui