Un antiguo sueño se alejó hoy de Oriente Próximo. Donald Trump aprovechó la visita a Washington del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para desvincularse de décadas de política exterior estadounidense y dar por abierto un nuevo ciclo. En la reunión, más simbólica que efectiva, el presidente estadounidense se alejó de la solución de los dos Estados y dejó a los palestinos a la intemperie al emplazarles “hallar la paz” con los israelíes. “Aceptaré lo acuerden”, remachó.
En la Casa Blanca se vio a dos políticos en horas bajas. A ninguno se le vislumbra un futuro fácil, pero tampoco están dispuestos a dar su brazo a torcer. Netanyahu vive acosado por los escándalos de corrupción internos, su proyección internacional es declinante y sus adversarios no dejan de crecer.
Más resbaladizo aún es el caso de Trump. Sin haber cumplido un mes en el cargo, gobierna a una velocidad que ya es peligrosa y ha atravesado crisis que en otras presidencias tardaron años en fraguarse. La última, el lunes mismo con la estruendosa caída de su consejero de Seguridad Nacional, el muy proisraelí Michael Flynn, por sus vínculos con Rusia.
Magullados, pero aún poderosos, ambos necesitaban darse la mano y reencontrar un adversario común con el que exorcizar sus demonios. Ese papel recayó en Irán y, sin mencionarlo, en Barack Obama. Al anterior presidente se le reprocha el haber permitido la reciente condena de la ONU a la acelerada política de asentamientos israelíes y, sobre todo, el acuerdo nuclear firmado en 2015. Considerado por la Administración demócrata como uno de sus grandes hitos, para Trump ese tratado es la quintaesencia del fracaso. “Es el peor que he visto en mi vida”, llegó a decir ayer el mandatario estadounidense .
Pese a esta satanización, el pacto nuclear no fue denunciado. Tampoco blandió Trump una de sus propuestas más radicales: el incendiario traslado de la Embajada de Estados Unidos a Jerusalén. Como tantas otras promesas del republicano, la cruda realidad las ha empequeñecido. Y esa fue posiblemente la mayor sorpresa de la reunión con Netanyahu: ver a un Trump bajo presión, comedido y sin delirios de grandeza. Alguien que pidió públicamente a Netanyahu “flexibilidad” para un pacto y que atemperase “un poco” su política de asentamientos.
Fueron concesiones leves, destinadas a evitar incendios a gran escala, pero que vinieron acompañadas de un giro que tendrá efectos a largo plazo. La desvinculación de Washington de la meta de los dos Estados, uno de los principios rectores de la diplomacia estadounidense en las últimas décadas, abre las puertas a la búsqueda de nuevas fórmulas y satisface al sector más duro del Likud. Un auténtico regalo a Netanyahu, que Trump envolvió con un tono liberal: “Ambos tienen que negociar y llegar a compromisos. Aceptaré lo acuerden. Puedo vivir con uno o dos Estados”.
El presente no fue desaprovechado por Netanyahu, quien rápidamente puso la diana en el otro bando. “No queremos etiquetas, queremos sustancia. La fuente del conflicto es Palestina, ellos se niegan a reconocer al Estado de Israel e incluso enseñan en las escuelas su destrucción”, clamó en uno de los momentos más ásperos de la comparecencia. Dicho lo cual, el primer ministro israelí trazó las líneas rojas para cualquier acuerdo: el reconocimiento palestino del Estado de Israel y el mantenimiento del control del oeste del río Jordán. “No permitiré la destrucción de Israel”, sostuvo.
Donde ambos mandatarios se mostraron más relajados fue en el intento de buscar una “solución regional” al enfrentamiento. Un eufemismo para referirse al esfuerzo diplomático en el que se han embarcado Israel y Estados Unidos para que países de mayoría suní como Egipto, Arabia Saudí o Jordania se sumen a un frente anti-iraní. “Tenemos una oportunidad histórica con los países de la zona, no nos ven como enemigos, sino como aliados”, dijo un esperanzado Netanyahu. Acabada, la comparecencia, él y Trump levantaron vuelo como buenos amigos. Fuera, les aguardaba la tormenta.