José Santos Chocano Gastañodi nació en Lima el 14 de mayo de 1875 y murió en Santiago de Chile el 13 de julio de 1934.
Estudió en el Instituto de Lima pero luego se trasladó al Colegio de Lima, que dirigía Pedro Alfonso Labarthe.
A la edad de 14 años ingreso a la Universidad Mayor de San Marcos. Acusado de subversión, fue encarcelado a los 20 años en la prisión Casamantas del Callao.
Se desempeño como embajador para defender los intereses peruanos en el conflicto con Chile. En la Revolución Mexicana fue secretario de Pancho Villa. Posteriormente colaboró con el dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, lo que casi lo llevó ser fusilado en 1920 al ser derrocado éste.
Luego de un altercado con el escritor Edwin Elmore en el local del diario El Comercio de Lima, Chocano le disparó dos tiros ocasionándole la muerte, por la cual fue condenado a tres años de prisión. A los dos años salió por un indulto y se fue a vivir a Santiago de Chile, donde en 1934 fue asesinado por un enajenado chileno.
“La vida novelesca y aventurera de Chocano tuvo siempre como centro gravitatorio a la poesía que justificaba sus desmesuras y extravagancias. Los temas poéticos de Chocano, principalmente, el paisaje y la historia del Perú y América. Desde su juventud quiso emular a Rubén Darío y ponerse a la cabeza de la poesía americana. Sonoro e imaginativo, no posee sin embargo la finura musical del poeta nicaragüense. Su modernismo no es muy puro, pues fue influido por poeta románticos españoles, y aun neoclásicos, como Zorrilla, Espronceda y Quintana, lo que resulta evidente. De todos modos, su importancia en el desarrollo de la literatura peruana es indudable: antes de él hay poemas estimables pero aislados. Chocano es el primer poeta que se dedica a una creación poética sostenida y coherente, aunque no haya sido muy profunda ni delicada”, sostiene Washington Delgado.
Luis Alberto Sánchez, por su parte, dice lo siguiente sobre José Santos Chocano: “Hombre violento, afelpado y arrogante, creció en el amor de lo grandioso. Así, quiso conformar su destino: desmesurado en el mal y en el bien, en el amor y en el odio…No hay quien no sepa algunos de sus poemas; casi todos podemos recitar los títulos de muchos de sus libros. Cierto que a menudo confundió poesía y oratoria, pero ¿es que no la confundieron también, si confusión se la pudiese llamar, Dante y Calderón, Víctor Hugo y Whitman, Lugones y Darío?…Los suspirosos le niegan sin razón a causa de no ser como ellos; los clamorosos le elogian también sin razón a causa de ser como ellos. Pero un poeta no es, sino que está como los unos y como los otros. Lo admirable es, rescatado ya de la incuria crítica y la malevolencia política, que si a menudo Chocano aborda más de lo intolerable, en cambio cuando usa un registro menor, conmueve hasta lo más hondo”.
Obra poética:
• Azahares (1896)
• Alma América (1906)
• Fiat lux (1908)
• Iras santas (poesías).
• Primicias de oro de Indias (1937)
• En la aldea (poesías)
• Azahares (versos lirícos).
• Selva virgen Lima, 1896 (Según Ventura García Calderón, el padre Alfonso Escudero y Luis Alberto Sánchez).
• La epopeya del morro (poema americano).
• El derrumbe. Lima, 1899.
• El idilio de los volcanes (para México y sus volcanes)
Obras de teatro:
• El nuevo Hamlet
• Vendimiario
• Mundo rural y urbano
• Ingénito
• Sin nombre
• El hombre sin mundo
• Los conquistadores.
POEMAS ESCOGIDOS
BLASÓN
Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje con
vaivén pausado de hamaca tropical…
Cuando me siento inca, le rindo vasallaje al Sol,
que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.
Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.
La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador.
POEMA EL AMOR DE LAS SELVAS
Yo apenas quiero ser humilde araña
que en torno tuyo su hilazón tejiera
y que, como explorando una montaña,
se enredase en tu misma cabellera.
Yo quiero ser gusano, hacer encaje;
dar mi capullo a las dentadas ruedas;
y así poder, en la prisión de un traje,
sentirte palpitar bajo mis sedas…
¡Y yo quiero también, cuando se exhala
toda esta fiebre que mi amor expande,
ir recorriendo la salvaje escala
desde lo más pequeño hasta lo más grande!
Yo quiero ser un árbol: darte sombra;
con las ramas, la flor, hacerte abrigo;
y con mis hojas secas una alfombra
donde te hecharas a soñar conmigo…
Yo quiero ser un río: hacer un lazo
y envolverte en las olas de mi abismo,
para poder ahogar con un abrazo
y sepultarte en el fondo de mí mismo.
Yo soy bosque sin trocha: abre el sendero,
yo soy astro sin luz: prende la tea.
Cóndor, boa, jaguar, ¡yo apenas quiero
ser lo que quieras tú, que por ti sea!
Yo quiero ser un cóndor, hacer gala
de aprisionar un rayo entre mi pico;
y así soberbio…, regalarte un ala,
¡para que te hagas de ella un abanico!
Yo quiero ser una boa: en mis membrudos
lazos ceñirte la gentil cintura;
envolver las pulseras de mis nudos;
y morirme oprimiendo tu hermosura…
Yo quiero ser caimán de los torrentes;
y de tus reinos vigilar la entrada,
mover la cola y enseñar los dientes,
como un dragón ante los pies de un hada.
Yo quiero ser jaguar de tus montañas,
arrastrarte a mi propia madriguera,
para poder abrirte las entrañas…
¡y ver si tienes corazón siquiera…!
LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!¡
No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras,
en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable…
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la puga
de los airesY es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diéstramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma,
menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroismos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.
En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de “¡Santiago!”,
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desolados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.
Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!