Lunes, 30 de Diciembre del 2024
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Chiara Macchiavello diseña una pieza para Milán

Publicado el 06/03/13

Para una diseñadora, las prendas que concibe deben fluir por su cuerpo. Es una comunión constante. Durante el embarazo, Chiara Macchiavello se dio cuenta cómo su cuerpo se volvía otro. Esos nueve meses también eran un anticipo, preparaban a la mujer que se iba a llenar de cambios. Ella quería seguir trabajando y sintió pánico de quedarse quieta. Nunca estuvo tanto tiempo sin hacer nada.

«Me muero por él, no sabes», dice Chiara cada vez que ve pasar a Milán, sobre los brazos de su niñera, en su taller de Barranco repleto de hilos, telas, milagritos, cruces y accesorios de culturas precolombinas. Es la primera semana de febrero y su hijo está allí, con ella. Es la tercera vez que la acompaña. La diseñadora ha vuelto a su espacio creativo luego de seis meses. Durante ese tiempo –que ella llamó cuarentena–, se sintió un simple objeto productor de leche. Solo salía a la calle cuando tenía que visitar al pediatra. No podía dejar de alimentarlo cada hora y media. Milán tenía que ganar peso. El primer mes de Milán, Chiara no pudo dormir. Pasaba todo el día en el cuarto de su hijo, sentada en un sillón de estética shipiba que ella había diseñado. A su lado, estuvo Lissy Urtega, su madre. «Es increíble, ojalá pudiera ser como ella», dirá Chiara, días después, en su departamento invadido por el verde de las ramas de un árbol que asoman por la terraza.

Pero ahora siente nervios. Nunca ha estado tanto tiempo sin producir algo. «Dar vida a algo y poder alimentarlo te entrega más fuerza para crear. No temes a ciertas cosas, como que te mandas. Creo más en mí. Porque a veces, uno se mete cabe a sí mismo. Lo veo creciendo y me provoca crear y sentirme completa».

Un año atrás, la diseñadora no quería saber nada de bebés ni de succionadores. De hecho, cuando era niña, Chiara Macchiavello no jugaba con muñecas o bebitos de plástico. Tenía un pitufo. Le gustaba montar bicicleta, patinar y andar en uno de esos carritos que aceleran con el impulso de las piernas. Si usó vestidos rosados en una fiesta, lo hizo para consentir un capricho de su madre. Por las noches, dormía abrazada de un trapo o de un pedazo de algodón que escondía en la punta de su almohada. Lo frotaba, acariciaba, enrollaba y hacía ovillos con los dedos. Como si de niña ya supiera lo que iba a hacer más tarde, al crecer.

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Tener un hijo lo cambia todo. Cuando nació Nazareno, el artista Christian Bendayán reemplazó las curvas sinuosas de las mujeres de la selva por figuras casi celestiales donde dominaba el blanco. La exposición se llamó Luz y fue la más atípica. Cuando tuvo en sus brazos a Luana, la cantante Pamela Rodríguez empezó a componer las canciones de su disco Reconocer, el más cuajado de su carrera. Mariana de Althaus escribió tres obras de teatro sobre ser mamá en solo tres años, después de dar a luz. La maternidad –y también la paternidad– se inmiscuye en el proceso creativo y le otorga nuevas fuerzas. Pero también aparece el miedo. «En cuanto nació ella, ya nunca dejé de tener miedo», dice la escritora estadounidense Joan Didion en su libro Noches Azules. No exageraba: la esquina de una mesa, una cocina encendida, un enchufe, un vidrio o el jabón en la ducha. La escenografía cotidiana de la vida ahora es peligrosa para un niño.

Lissy Urtega también sintió miedo. Pánico. Una vez, cuando la diseñadora tenía apenas cuatro meses, estaba dándole leche en el primer piso de la casa de sus suegros. De pronto, Chiara tuvo tres espasmos cortos, violentos, y se quedó quieta. Lissy dio alaridos mientras corría buscando ayuda. Pensaba que su hija había muerto allí, en sus brazos. El papá de Aldo se la arrebató de las manos y se dieron cuenta de que se había dormido. «Fue un suspiro raro el que tuvo después de acabar con el biberón. Ahora me río, pero esa tarde fue un susto tremendo», dice Lissy, que tuvo a su primera hija a los veintiún años.

Ahora que es madre, Chiara Macchiavello también tiene ese impulso protector, casi neurótico, de la madre primeriza. En Miami, antes de dar a luz compró un succionador eléctrico hands free, un artilugio que se coloca encima de la blusa. Una tarde, en la sala de su departamento de techos altísimos en Miraflores, Chiara me mostró el artilugio, que más parecía un instrumento de tortura sujeto a un strapless blanco: ventosas, batería, cables y tubos. Nunca sintió tan cercana la filosofía de una vaca. Chiara me contó que había pasado semanas sacándose leche, cada tres horas, que clasificaba por días y que luego ponía a congelar. Su récord: sesenta botellas de leche de cinco onzas cada una. Eso le daba seguridad a Chiara Macchiavello. Podía pasar cualquier cosa, pero ella se sentiría tranquila: Milán, su hijo de cuatro meses, iba a tener qué comer. Su tranquilidad duró poco. Milán agotó su stock con un hambre voraz, algo inaudito para un niño que pesó dos kilos al nacer.

Chiara Macchiavello era una niña intolerante a la lactosa y Lissy no tenía tanta leche para darle. Entonces le daba un suplemento para lactantes. La mamá de la diseñadora estuvo expuesta a la modernidad, donde se creía que todo lo procesado era mejor que lo natural. Hasta los doctores recomendaban la no lactancia. En esa época, ella estaba convencida de eso. «Todo eso que hemos comido es la consecuencia de los altos índices de enfermedades que tenemos ahora. Comemos puro químico». Hasta que Lissy conoció la selva, la medicina natural y la gran biodiversidad que alberga. Entonces cambió. Si antes fue una mamá tradicional, ahora es una abuela orgánica y naturista. «Milán va a sufrir mucho menos porque yo a mis hijas les di porquerías. Tengo que reconocerlo», dice Lissy, como quien asume una culpa nutricional. «Porque era lo que en ese momento se hacía. Ahora a Milán no le pienso comprar un solo caramelo. Le haré chupar zanahorias y apios». Y Chiara está de acuerdo con Lissy. Nadie te enseña a guardar la calma cuando eres una mamá por primera vez.

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