Pocos creadores actuales están a la altura de Michael Haneke (Múnich, 1942) como pope del cine europeo. Hijo de un director alemán y una actriz austriaca, se crió con su madre y su padrastro en Viena. Allí estudió Filosofía, Drama y Psicología y se convirtió en crítico de cine antes de empezar en la televisión en los setenta. En la pantalla grande no debutó hasta 1989 con El séptimo continente, a la que siguió El vídeo de Benny, que hizo crecer la leyenda de que en Austria había un director diferente, cirujano de las emociones, cuyas películas dejaban un regusto amargo. La aterrada Funny games (1997) le popularizó, y con La pianista —Gran Premio del Jurado en Cannes— empezaron sus idilios con el certamen francés y con Isabelle Huppert. El tiempo del lobo (2003), Caché (2005, Mejor dirección en Cannes), su versión estadounidense de Funny games (2007), La cinta blanca (2009, Palma de Oro en Cannes) y Amor (2012, de nuevo Palma de Oro) confirman que es uno de los grandes del siglo XXI, que ha ganado tres veces los premios de la Academia de Cine europeo a mejor dirección y mejor película.
A Haneke pocas cosas se le resisten y Amor, que se estrena el próximo viernes 11 de enero en España, es una de las favoritas, si la francesa Intocable se lo permite, al Oscar a mejor película de habla no inglesa. Incluso en la ópera triunfa, como director de diversos montajes de Don Giovanni y Così fan tutte (Mozart le fascina). Por eso está en Madrid desde el pasado 2 de enero: el próximo 23 de febrero estrena su visión de Così fan tutte en el Teatro Real. “Hay una interpretación errónea del amor, la romántica. Como artista, quería desarrollar el sentimiento por completo. Dirigir la ópera Don Giovanni transformó mi vida personal y profesional como artista. No solo como director… es difícil que te cuente en qué, pero ocurrió. Puede que un libro te cambie la vida porque te aporta una información que no conocías, incluso puede que una música te afecte. Sin embargo, la combinación de letra y música fue la que me perturbó”. De los premios y los críticos, solo un apunte: “Nunca he escrito para ellos, pero han sido muy importantes en mi carrera. Si gano un festival, soy feliz. Si no, no pasa nada, aunque cuando participas en una competición es porque quieres ganarla, porque mejoran las posibles condiciones de tu siguiente proyecto”. Hasta Haneke sufre la crisis.
Amor es un drama sencillo, desarrollado entre las paredes de un piso parisiense, en el que habita un matrimonio de octogenarios, ambos profesores de música jubilados, a los que interpretan dos glorias benditas de la actuación: Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Son relativamente felices hasta que la enfermedad se ceba en ella. Ese viaje hacia la muerte se convierte en un canto al amor y a la lealtad, siempre bajo el punto de vista desangelado de Haneke. Y probablemente, en su filme más personal. “Los cuadros que aparecen son de mis padres, la música la he escogido yo. Obviamente el piso no es el de mis padres en Viena, pero he trasladado su geografía, el orden de sus habitaciones a esta recreación. Aunque quien sufrió en mi familia la situación de la película fue mi tía. El piso, la pintura, la música son los trucos que me ayudaron a escribir, a evocar emociones. En todos mis anteriores filmes hay secuencias personales, pero creo que eran largometrajes más… intelectuales”.
Haneke viste de negro, impecable, aunque su aspecto se mueve entre un severo pastor protestante y el padre Abraham, el de los pitufos. Su cine, sin embargo, no tiene nada de infantil ni de divertido, y por eso sorprende su facilidad para la risa en el cara a cara. Cuando se le pregunta si se está enterneciendo al envejecer, suelta: “Hay un cambio claro en esta película”. ¿Al hacerse mayor uno se reblandece? “No lo sé, pregúntaselo a mi esposa [RISAS]. Cedo en que Amor es mi película más tierna. Pero cuando hablas del amor debes trabajar el material de forma muy distinta a, por ejemplo, Funny games, que también tocaba algo parecido: la muerte en la familia”.
No le gusta dar muchas explicaciones. Por ejemplo, a pesar del título y de sus palabras, la película habla de cómo ir hacia la muerte de forma amorosa. “Todo el mundo tiene razón. Porque mi interpretación no es la única ni la más importante. Cada uno crea su película, y eso me parece fundamental”. Lo mismo sobre su apunte de la eutanasia o de la situación actual de abandono de los ancianos: “Me encantaría que hubiera un debate sobre la eutanasia o los ancianos en Europa, aunque no era mi intención con la película. Y todos me lo preguntáis. Espero que Amor emocione al público por cualquier motivo, pero si empuja a un debate así, fenomenal”.
Preguntarle por Los días felices, la obra de Samuel Beckett con la que Amor guarda claros paralelismos sobre el deterioro físico y mental y su aire de teatralidad —aunque Haneke parezca más optimista—, lleva al mismo resultado: risas y evasión. “Yo no sé si me calificaría de más optimista que Beckett. Vi esa obra hace muchos años, es fantástica, pero nunca pensé en ella mientras escribía”. ¿Y la secuencia de la persecución de la paloma por Trintignant? Te planteas no si merece vivir, sino para qué merece vivir. “Necesitamos rodar dos días para esos pocos segundos. Ni con comida pudimos guiar al ave”. ¿Ninguna lectura ulterior? “No, más allá de que a veces cuando me preguntan por otros significados, me gustaría abrir la ventana como la paloma y huir volando”. Y ríe. Solo rezonga cuando se le pregunta por el enfrentamiento entre Alemania y Austria por hacerle suyo. “Es cierto y es una tontería. Solo puedo decir que soy un privilegiado por trabajar en ambos países y en Francia”.
¿Ha pensado Haneke en su propia muerte? “La mejor manera es la de la abuela de mi esposa. Con 95 años, rodeada de 20 amigos, sentada a la mesa comiendo. Y en un momento dado dijo: ‘Estoy cansada’, se apoyó y murió”.
FUENTE: EL PAÍS