La Primavera Árabe se extendió por Medio Oriente y el norte de África, donde los regímenes fueron cediendo a las protestas. La Justicia, la muerte o el aislamiento, el destino de esos gobernantes.
Hace un año, el joven tunecino Mohammed Bouazizi se quemó a lo bonzo en protesta por la falta de futuro e inauguró una seguidilla de protestas conocidas como la “primavera árabe”, que remeció irreversiblemente esa región del mundo y desplomó gobiernos autocráticos con décadas en el poder.
El 17 de diciembre de 2010, en Sidi Bouzid, un pueblo polvoriento en una zona agrícola en el centro de Túnez, el desesperado joven licenciado en informática que vendía verduras en una pequeña carreta para vivir, tomó la decisión que lo llevó a la muerte poco después y lo transformó en el “padre de la revolución tunecina”.
Este hecho inauguró el año de mayor convulsión política y social, además simultánea, en el norte de África y Medio Oriente.
El primero en sufrir el poder del descontento popular fue, justamente, Zine El Abidine Ben Ali, gobernante de Túnez desde 1987. Buscó por un tiempo acallar el descontento social disponiendo la baja del costo de productos básicos. Prometió, además, dejar el poder cuando terminara su mandato, en 2014. Pero no fue suficiente.
Ben Ali dejó su país a mediados de enero para asilarse en Arabia Saudita y su caso fue un anticipo de lo que le esperaba al Magreb africano. A fines de noviembre, la Justicia de su país lo condenó en ausencia por torturas cometidas en 1991. También fue sentenciado, junto a su mujer, a cumplir una pena en la cárcel por casos de corrupción.
Las manifestaciones tunecinas contagiaron de inmediato al pueblo egipcio, que en enero salió a las calles para pedir una apertura democrática haciendo de la plaza Tahrir, en El Cairo, el emblema de la lucha contra el tirano. Durante semanas, el presidente Hosni Mubarak, quien gobernó el país durante tres décadas, resistió las marchas apelando a la represión.
Como su par tunecino, Mubarak intentó calmar las aguas alternando concesiones y amenazas. Pero el millón de egipcios que, organizados a través de las redes sociales, tenían en jaque al régimen no se replegó. Privado del apoyo de sus aliados de Occidente y presionado por su entorno (los militares le pidieron que dé un paso al costado para evitar ceder el poder), abandonó finalmente el Ejecutivo a mediados de febrero para refugiarse en su residencia en el Mar Rojo.
Mubarak es juzgado por cargos de asesinato y corrupción. A sus 83 años, comparece ante el tribunal en una camilla y podría recibir la pena capital. Mientras tanto, Egipto celebra elecciones en medio de un rebrote de violencia contra la permanencia de las Fuerzas Armadas en el Ejecutivo y el avance islamita.
En los primeros meses del año, el descontento popular se apoderó de las capitales de Jordania, Yemen, Bahréin, Libia y Siria. Entretanto, un poco más al sur, otro dictador veía sus días contados: el de Costa de Marfil.
Tras una década en el poder, Laurent Gbagbo se negó a reconocer la derrota en los comicios de noviembre de 2010, en los que resultó vencedor Alassane Ouattara. La disputa se resolvió por la violencia. Tras 12 días de combates, las fuerzas del presidente electo, apoyadas por Francia y tropas de la misión de Naciones Unidas (ONUCI), capturaron al gobernante en su residencia de Abiyán. Gbagbo se convirtió, días atrás, en el primer mandatario en ser enjuiciado por la Corte Penal Internacional, que lo acusa de crímenes de lesa humanidad.
La caída que más impacto generó en la comunidad internacional fue la del régimen libio. Y la razón central fue la dimensión del personaje que lo encabezaba.
Durante sus 42 años en el poder, Muammar Khadafi fue uno de los líderes más carismáticos de África, con proyección internacional e iniciativa para nuclear a los demás países emergentes. En el último tiempo, había protagonizado una espectacular reconciliación con Occidente, pese a lo cual los principales gobiernos europeos que hasta hacía pocos meses le ponían la alfombra roja no dudaron en soltarle la mano cuando vieron la posibilidad de hacerlo caer.
Pero para sacarlo del poder hizo falta una guerra civil y la intervención de los aviones de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Sucumbió finalmente en octubre a mano de sus captores.
Su derrocamiento tuvo un costo altísimo: más de 20 mil personas murieron y un número similar resultaron heridas (según las nuevas autoridades, los desaparecidos también son miles) en los combates con las fuerzas leales al tirano.
Mientras el Consejo Nacional de Transición (CNT) intenta normalizar la situación de Libia, la familia del dictador sigue dando que hablar. Algunos de sus hijos fueron abatidos; otros lograron escapar y pretenden refugiarse en países latinoamericanos. Saif Al Islam, considerado como el sucesor de Khadafi, fue capturado semanas atrás y será juzgado en su país.
En noviembre, fue el turno de Ali Abdullah Saleh. Las protestas en Yemen habían comenzado en febrero, pero recién en junio el gobernante -que llevaba 33 años al frente del país- tomó dimensión de lo que ocurría. A principios de ese mes, fue atacado en su residencia de Saná. El atentado le provocó quemaduras en el 40% del cuerpo y se trasladó a Arabia Saudita para recibir un tratamiento.
Cinco meses más tarde, y sin haber podido regresar a su país, Saleh cedió a las manifestaciones y delegó el poder en su vicepresidente, Abd Rabbo Mansour Hadi, a la espera de las elecciones anticipadas. También dictó una amnistía para los implicados en las revueltas, aunque la medida no alcanzó a quienes protagonizaron el asalto a la sede presidencial.
En Kuwait también cayó el Gobierno, pero por otras razones. No fueron los pedidos de mayor libertad los que forzaron la salida del primer ministro Naser Mohamed al Ahmad Al Sabah, sino el rechazo a los escándalos de corrupción que involucraban también al Parlamento. La dimisión se produjo en los últimos días de noviembre y ahora el jeque Sabah al Ahmed al Jaber al Sabah convocó a elecciones.
Quien sin lugar a dudas tiene el porvenir más oscuro es Bashar Al Assad. La salida del hombre fuerte de Siria en la última década parece inevitable teniendo en cuenta la asfixiante presión por parte de Occidente -que ha aprobado varias rondas de sanciones para intentar frenar la violencia- y la pérdida de apoyo de sus socios árabes.
Desde que comenzaron las revueltas en febrero, el tirano decidió responder con una brutal represión que ya costó, según la ONU, más de 5 mil vidas. Acorralado por los pedidos de renuncia y sólo apoyado en la región por Irán -que le provee armas y ayuda militar-, Assad se aferra al poder e insiste en negar las masacres. Pero diplomáticos de las principales potencias del mundo aseguran que tiene los días contados.
En Barhéin, el rey Hamad bin Isa al Jalifa enfrenta manifestaciones en reclamo de una apertura democrática desde la misma época, pero, de momento, ha conseguido sostenerse. La Justicia local acusó a las Guardias Revolucionarias de Mahmoud Ahmadinejad de financiar grupos terroristas que pretender hacerse con el poder.
Consciente de lo que ocurre a su alrededor, el régimen iraní no dio lugar a que la oposición exprese su descontento. Y lo hizo con los métodos que conoce: infundiendo el terror mediante censura, represión, detenciones arbitrarias y persecución a los críticos. Sus autoridades, sin embargo, no se privan de alentar las protestas en países enemigos para intentar ganar influencia cuando caigan sus gobiernos.