El autor de El Aleph y El hacedor trazó un inigualable universo literario habitado por espejos, laberintos, bibliotecas y tiempos circulares, donde también abundan la manipulación de la memoria y la identidad.
Tenía apenas nueve años cuando realizó su primera traducción del inglés al castellano: El príncipe feliz, de Oscar Wilde
Buenos Aires.- “Sería tan raro que yo me muriera. No por el hecho de morirme en sí, que sería de lo más común, a todos les ocurre, sobre todo a mi edad; sino que sería raro que yo, tan rutinario, hiciera algo fuera de mis hábitos”, bromeaba Jorge Luis Borges poco antes de su fallecimiento el 14 de junio de 1986 en la ciudad suiza de Ginebra.
Pero la vida del escritor argentino de mayor proyección universal finalmente se apagó hace un cuarto de siglo, a los 86 años. Lejos de su Buenos Aires natal, y con un enorme reconocimiento en todo el mundo, aunque sin adueñarse del Premio Nobel.
Nacido el 24 de agosto de 1899 en pleno corazón porteño, el precoz Georgie -así lo llamaban en casa- aprendió a leer en inglés antes que en castellano. Poco queda de esa ciudad que supo transformar en paisaje de sus escritos. Pero lo que sí persiste es su obra: con magistrales cuentos, poemas y ensayos, se erigió en una de las figuras más prominentes de las letras del siglo XX.
Borges se confesaba gran lector de cuentos, pero no así de novelas, género en el que no incursionó. Y comentaba: “No veo una literatura sin cuento o sin poesía, en tanto que una novela de 400, 500 páginas, puede muy bien desaparecer”. También admitía: “Mis amigos me dicen que mis cuentos son muy superiores a mis poesías”.
“He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad”, reveló en el prólogo de El informe de Brodie (1970).
Pasó su infancia en el barrio porteño de Palermo, donde conoció las andanzas de compadritos y cuchilleros que luego habitarían sus ficciones. En 1914 viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde cursó el bachillerato. En su posterior paso por España, entre 1919 y 1921, tomó contacto con el ultraísmo.
A su vuelta redescubrió su ciudad natal, que lo inspiró para su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires (1923). Este primer ciclo poético se completó con Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Por entonces gestó también sus primeros ensayos, Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928).
En la década del 30 inició una larga y entrañable amistad con Adolfo Bioy Casares. Compartieron numerosas aventuras literarias, como la compilación de antologías de la literatura fantástica y policial y la creación de un escritor imaginario, H. Bustos Domecq, seudónimo con el que publicaron entre otros Seis problemas para don Isidro Parodi (1942).
Borges, quien imaginaba que el paraíso sería algún tipo de biblioteca, trabajó como auxiliar desde 1937 en la Biblioteca Municipal Miguel Cané. En la década siguiente fue testigo de una experiencia histórica crucial en la Argentina, la del peronismo, al que siempre se opuso. No casualmente el gobierno de Juan Domingo Perón lo degradó en 1946 al cargo de inspector de ferias municipales.
Por esos años, el escritor erudito, irónico y polémico se consagró con la publicación de los libros de cuentos Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
Como consecuencia de una enfermedad congénita, la ceguera le sobrevino en la década de los años 50, aunque lo había ido alcanzando gradualmente desde la infancia.
En su vejez concedió numerosas entrevistas, en las que sorprendía con sus réplicas ingeniosas. Como por ejemplo cuando en un estudio de televisión parisino le preguntaron: “¿Usted se da cuenta de que es uno de los grandes escritores del siglo?” A lo que Borges respondió: “Es que éste ha sido un siglo muy mediocre”. (DPA)