Lo previsible sería que el fútbol de alto nivel tuviese una relación cada vez mayor con el aspecto físico, y que dependiese de jugadores más resistentes, más fuertes, más altos. Pero no es exactamente así. Al menos en lo que respecta a la altura, sin duda alguna. En el fútbol abundan los ejemplos de que el tamaño dista de ser un factor importante para triunfar.
Basta con ver quiénes son los tres finalistas del último FIFA Balón de Oro, así de sencillo. Y es difícil no fijarse en que ninguno de los tres mejores jugadores del planeta en 2010 pasa del 1,70 m: los barcelonistas Lionel Messi (1,69 m), Andrés Iniesta (1,70 m) y Xavi Hernández (1,70 m).
De hecho, no resulta fácil encontrar otro deporte en el que exista contacto físico y, sin embargo, los bajitos dispongan de tanto espacio. Según la biomecánica, incluso hay un aspecto ventajoso: el centro de gravedad del cuerpo de alguien pequeño está más cercano al suelo, lo que le confiere más equilibrio. Este concepto cobra todo su sentido al ver a futbolistas como Maradona (1,66 m) o Messi arrancar con el balón dominado durante metros y metros, cambiar de dirección innumerables veces, entrar en contacto con el adversario y, a pesar de todo, mantenerse de pie.
En un momento en el que, teóricamente, el porte físico más debería tender a marcar diferencias, las señales son claras: el Barcelona de Messi, Xavi e Iniesta —además de David Villa (1,75 m), Pedro (1,69 m) o Bojan Krkic (1,71 m)— encandila al planeta, el sorprendente Udinese dispone de uno de los mejores ataques del Calcio con el tándem formado por Antonio Di Natale (1,70 m) y Alexis Sánchez (1,72 m), y la subcampeona del mundo, Holanda, cuenta con un cerebro como Wesley Sneijder (1,70 m). No hacen falta más pruebas: si existe un sitio en el que el tamaño no es determinante, ese es el fútbol.