Basta pasear hoy por Berlín, horas antes de que empiece la gran cita cinematográfica, para ver que es más lo que separa que lo que une a la Berlinale con otras grandes fiestas del celuloide internacional como Cannes, Venecia o San Sebastián. Aquí no hay playa, ni un clima suave, ni una ciudad de tamaño medio, acogedor, y vestida de gala para disponerse a vivir días de fiesta.
La capital alemana, Berlín, es una urbe mayúscula situada en el corazón de Europa. Es tan grande y tan ajetreada que, si uno no se fija mucho, apenas se enteraría de que está a punto de empezar uno de los festivales más importantes del mundo y el gran acontecimiento cultural del lugar. Bastante tiene uno con evitar que se le congelen las manos, o con no resbalar por culpa de la capa de nieve que cubre cada calle de la ciudad.
Así es Berlín y su Berlinale, que sufren uno de los inviernos más rigurosos de las últimas décadas. Una ciudad bellísima y glamourosa, por supuesto, pero también castigada y sufrida. No en vano, empezó a celebrar este festival apenas unos años después de ser destruida durante la II Guerra Mundial, y cuando se erigía en el último bastión, en la frontera final, de la Europa Occidental y la Europa del Este.
Al olvido con Hitchcock
Fue entonces, el seis de junio de 1951, cuando la gran Rebeca de Alfred Hitchcock se convertía en la primera película proyectada ante un público ansioso por olvidar lo ocurrido y, se sabía, bajo la psicosis de ser invadido por el enemigo rojo que se agolpaba al otro lado de la ciudad.
La presencia de la bella Joan Fontaine, primera estrella de Hollywood en acudir al evento, sirvió de evasión a los berlineses, que hasta ese momento casi únicamente sabían de visitas de bombarderos, nazis o ejércitos liberadores. Política y cine siempre caminaron de la mano por Berlín. En 1952, Orson Welles no acudió al festival con Otelo tras ser vetado años después de proferir unas declaraciones consideradas “antialemanas”.
Doce meses más tarde, una revuelta de obreros de la construcción en el lado comunista llegó a asustar a Gary Cooper. En 1961, la Berlinale se celebró apenas unas semanas antes de erigirse el Muro, que durante casi cuatro décadas separó la capital. En esa época, el cine de la Europa del Este no acudía al Festival y en los mapas no se hacía referencia al lado rojo de Berlín, lo que hacía que la cita cinematográfica fuera considerada por los comunistas “un mero instrumento del imperialismo yanqui”.
Al cielo con las estrellas
Berlín, eso sí, también ha sido el templo de cineastas enormes. Fue donde se consagraron Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard, Roman Polanski o nuestro Carlos Saura. El Festival ha sido, por lo general, muy acogedor con el cine español: desde 1952, cuando Marcelino pan y vino logró el segundo premio, las películas y estrellas hispanas han sido bien recibidas. Por aquí han pasado también, cómo no, Almodóvar y su troupe.
Y se aplaudió, casi antes que en su propio país, a los entonces jovencísimos Alejandro Amenábar e Isabel Coixet (ambos en 1994, con Tesis y Cosas que nunca te dije, respectivamente). Pese a las críticas por un presunto excesivo protagonismo de Hollywood, en una cita que llegó a ser una mera antesala de lo que después se premiaría en los Oscar, la Berlinale ha logrado mantener su aroma de modernidad, rebeldía y capacidad de sorpresa (virtudes que la hermanan con la ciudad que la acoge).
También ha sido escenario de algunas de las más sonadas polémicas que han traído este tipo de concursos: las históricas idas y venidas con la RDA simbolizaron los años más gélidos de la Guerra Fría, el escándalo de o.k., cinta de Michael Verhoeven de 1970 en la que se mostraba el rapto y violación de una joven por un grupo de soldados, provocó una airada reacción de unos EE UU abochornados por Vietnam.
Y casi se repitió el fenómeno, pero al contrario, cuando en 1979 el bloque comunista retiró sus películas tras mostrarse El cazador, del estadounidense Michael Cimino, una obra maestra acusada de racista por sus duras imágenes de unos yanquis capturados por el Ejército vietnamita. Protestas políticas, reflexiones alemanas sobre el nazismo, fuertes y recientes insultos a la política estadounidense en Irak y, por supuesto, estrellas.
Penélope Cruz, por ejemplo, es el rostro cinematográfico más frecuente en la ciudad, lo que demuestra el magnífico momento internacional de la actriz española. Ella no vendrá este año, que se sepa, pero sí lo harán Ewan McGregor, Leonardo DiCaprio o Julianne Moore. Nombres célebres que, junto a otros más desconocidos, encabezan una larga lista de películas que, a buen seguro, lograrán descongelar Berlín y su irresistible Berlinale que, hoy, llega a los sesenta años.
Los españoles, no oficiales
La sección oficial, por la que desfilarán Zhang Yimou (A woman, a gun and a noodle soup), Michael Winterbottom (The killer insideme), Roman Polanski (The Ghost Writer) o Martin Scorsese (Shutter island, fuera de concurso) no contará esta vez con presencia española, a excepción del productor José María Morales en el jurado. Sí habrá propuestas nacionales en otras secciones.
El mal ajeno (Oskar Santos), Nacidas para sufrir (Miguel Albaladejo) o Cuchillo de palo (Renate Costa) se verán en la sección Panorama. También se esperan con expectación el documental How much does your building weigh Mr. Foster?, de Norberto López Amado, sobre el célebre arquitecto, y el cortometraje de Beatriz M. Sanchís Mi otra mitad.
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