La crisis que sacude al Gobierno local de Brasilia, la capital de la República brasileña, en vísperas de la celebración de sus 50 años de existencia, es grave y emblemática. Se trata de una crisis política y judicial que ha llevado a la cárcel al gobernador, José Roberto Arruda, del partido opositor Demócratas (DEM), y al vicegobernador, Paulo Octavio Alves, también acusado de corrupción, que había tomado su relevo, a la dimisión. El tercer gobernador en 12 días, Wilson Lima, es un hombre de Arruda y un personaje curioso, que antes de ser empresario había sido controlador de autobuses y vendedor de helados en la calle; de todos modos, seguramente dejará el cargo en abril para presentarse de nuevo a las elecciones.
El presidente del país, Luiz Inácio Lula da Silva, que desea cualquier cosa menos un escándalo de corrupción en la capital meses antes de dejar la presidencia, prefiere una solución política a una intervención del Gobierno. Por eso no ha querido pronunciarse, alegando que espera el veredicto de la justicia. Una intervención oficial sería como una operación a corazón abierto, dicen los analistas, porque Lula tendría que nombrar a alguien de su confianza para que hiciese limpieza. Y eso conlleva grandes riesgos, incluso constitucionales.
El Supremo Tribunal Federal debía decidir ayer sobre la permanencia o no de Arruda en la cárcel. Pero un encaje de bolillos de los abogados del ex gobernador ha logrado que se posponga la decisión. La opinión pública espera dicho dictamen con interés, ya que se trata del primer gobernador en funciones que va a la cárcel en este país. Si el Supremo decidiera mantenerlo en prisión, para algunos significaría que en Brasil ha empezado algo parecido a la Operación Manos Limpias que convulsionó a la clase política de Italia en los años ochenta.
El problema de Brasilia es que el Gobierno de la capital está contaminado por la corrupción desde hace años. En ella está involucrada la mayoría de los diputados locales y una larga lista de ex gobernadores. Lo que ahora ha colmado el vaso es una serie de vídeos grabados por el secretario institucional de Arruda, Durval Barbosa, en los que no sólo aparece Arruda, sino también varios políticos de su Gobierno recibiendo fajos de billetes y colocándolos en bolsas e incluso en los calcetines; este dinero provenía del desvío de fondos públicos en el que estaban involucradas empresas de tecnología. Barbosa tenía sobre sus espaldas 37 procesos administrativos y traicionó a su jefe para conseguir una disminución de la condena.
Pero los ex gobernadores y una buena parte del Gobierno capitalino no sólo están acusados de corrupción. Sobre ellos también pesan imputaciones por formación de cuadrilla, peculado, corrupción activa y pasiva, fraude en la adjudicación de obras públicas, y delitos electorales y tributarios.
Según el procurador general de la República, Roberto Gurgel, las instituciones del Gobierno de Brasilia corren el peligro de desmoronarse. Para él, la necesidad de que intervenga el Gobierno central se justifica por este desplome generalizado, sobre todo de los poderes legislativo y ejecutivo.
El DEM, partido de la oposición que gobierna mayoritariamente en Brasilia, se ve entre la espada y la pared. Para no repetir el error del Partido de los Trabajadores (PT) -que en 2005, cuando la crisis de corrupción salpicó al partido y al mismo Lula, defendió a sus líderes-, ha decidido expulsar de sus filas a Arruda y pedido la salida del Gobierno de todos los acusados que estaban afiliados.